martes, 30 de octubre de 2007

Observación de la Luna

Con telescopio o prismáticos, conviene observar los detalles de la Luna cuando se encuentran cercanos a la frontera entre la zona iluminada y la oscura, lo que se llama el terminador. En estas condiciones, los rayos solares inciden sobre el suelo lunar con un ángulo oblicuo, y los accidentes como cráteres, domos y montes destacan con el máximo relieve. La Luna llena, que recibe la luz solar, debe aprovecharse para seguir los rayos brillantes y examinar los diversos tonos que muestran las diferentes coladas de lava en los mares oscuros (llamados así porque los astrónomos antiguos los confundieron con cuencas oceánicas desecadas y los denominaron con la palabra latina para mar: mare).

Se usen prismáticos o telescopio, conviene asegurarse de que la óptica está sostenida con firmeza, porque los telescopios que bailan y tiemblan no muestran los detalles con claridad. El nivel de turbulencia atmosférica determina lo que puede llegar a verse. Por lo tanto, no hay que observar de manera que la visual pase por encima de tejados o aparcamientos, porque el aire caliente ascendente perturbaría la visión.
Hay que empezar con los mínimos aumentos disponibles para incrementarlos luego a medida que vayan llamando la atención unos detalles u otros. Si la imagen se torna inestable deberán reducirse los aumentos hasta que los detalles vuelvan a mostrarse bien definidos.

Observar la Luna llena completa resulta casi doloroso debido al intenso brillo de su disco, y algunos observadores telescópicos usan filtros grises para reducir el resplandor.

viernes, 26 de octubre de 2007

Eclipses de Luna

El Sol, la Tierra y la Luna se alinean en este orden, con la Tierra en medio, por lo menos dos veces cada año. En esa configuración, la Luna atraviesa la sombra de nuestro planeta y se produce un eclipse lunar.

Se habla de un eclipse penumbral cuando la Luna llega a atravesar tan sólo las regiones más externas de la sombra terrestre, de manera que apenas se oscurece, y lo hace tan poco que cuesta percibir que está sucediendo un eclipse. Si la Luna se limita a rozar la región central oscura de la sombra terrestre, la umbra, entonces sucede un eclipse parcial y a la brillante Luna llena parece faltarle un mordisco.

Cada 17 meses, de promedio, la Luna llena se zumbulle por completo en la umbra de nuestro planeta. La única luz solar que alcanza la Luna durante la fase de totalidad es un resplandor rojizo que se filtra a través de la atmósfera terrestre. Durante unas dos horas, la Luna llena eclipsada se torna de un rojo intenso. Los eclipses lunares son visibles desde todo el hemisferio terrestre que mira hacia la Luna, lo cual permite a la mitad del planeta asistir al espectáculo.

La observación a simple vista resulta muy sencilla, y el empleo de un telescopio o prismáticos permite seguir el borde de la sombra a medida que cubre los cráteres. También se puede colocar un cámara sobre un trípode y retratar el paisaje bajo la luz de una Luna rojiza y misteriosa. Algunos fotógrafos acoplan la cámara a un telescopio que sigue las estrellas y efectúan exposiciones múltiples. Así se capta la Luna a medida que cruza la sombra terrestre.

miércoles, 24 de octubre de 2007

El Sol III

El sistema heliocéntrico suministró resultados algo más precisos y simplificó el aparato matemático, pero tampoco era un modelo exacto: Copérnico seguía concibiendo las órbitas planetarias como combinaciones de circunferencias perfectas, concepción que resultó ser totalmente inadecuada.

En 1609 se estableció por fin un modelo exacto. Habiendo estudiado las excelentes observaciones que sobre la posición del planeta Marte realizara su antiguo mentor, el astrónomo danés Tycho Brahe (1546 - 1601), Johannes Kepler (1571 - 1630), astrónomo alemán, decidió por último que la única figura geométrica que podía concordar con las observaciones era la elipse. Kepler demostró que el Sol ocupaba uno de los focos de la órbita elíptica de Marte.

Más tarde se comprobó que esta misma afirmación era válida para todos los planetas que giraban alrededor de la Tierra, así como para la Luna en sus evoluciones alrededor de ésta. En todos estos casos la órbita era una elipse y el cuerpo central ocupaba siempre uno de los focos de la misma.

En 1619 Kepler descubrió que la distancia media entre cualquier planeta y el Sol guardaba una relación matemáticamente muy simple con el tiempo que el planeta invertía en describir una vuelta completa alrededor del Sol. Medir los tiempos de revolución no presentaba grandes problemas y, comparándolos entre sí, tampoco resultaba difícil calcular la distancia relativa de los diferentes planetas.

En resumen, se podía trazar un modelo muy preciso del sistema solar, especificando con exactitud la proporción entre las distintas órbitas. Sin embargo, existía un inconveniente; comparando los tiempos de revolución lo único que podía decirse era que un planeta dado se hallaba, por ejemplo, dos veces más alejado del Sol que otro, pero era imposible especificar a qué distancia exacta del Sol se hallaba uno u otro planeta. Existía el modelo, pero faltaba la escala sobre la que estaba construido. Pese a ello, el modelo dio una idea del tamaño del sistema solar: ahora se sabía que Saturno, el planeta más lejano de los que conocían los griegos (o Kepler), se hallaba a una distancia del Sol aproximadamente diez veces superior a la de la Tierra.

Ahora bien, en el momento en que se lograse determinar la distancia entre la Tierra y un planeta cualquiera, la escala quedaría fijada y podría calcularse la distancia de todos los planetas. El problema estribaba, pues, en determinar correctamente una distancia planetaria.

El Sol II

Los cimientos para la construcción de un nuevo modelo de los cielos fueron obra del astrónomo polaco Nicolás Copérnico (1473 - 1543), quien en un libro publicado en 1543, el mismo día de su muerte, sugirió que era el Sol, y no la Tierra, lo que constituía el centro del Universo. De acuerdo con su teoría, el sistema planetario era de hecho un sistema solar.

En realidad, esta idea había sido sugerida ya por Aristarco diecinueve siglos atrás, pero en aquel tiempo había resultado una concepción radical, demasiado radical para poder aceptarla. De acuerdo con el sistema heliocéntrico (helios significa sol en griego), la Tierra y los demás planetas girarían en torno al Sol y la ingente masa de materia sólida sobre la que pisa el hombre volaría a través del espacio sin que nos percatáramos de ello. De este modo, los planetas no serían siete, sino seis: Mercurio, Venus, Marte, Júpiter, Saturno y la Tierra. El Sol no figuraría ya entre los planetas, sino que constituiría el centro inmóvil. Por otro lado, la Luna tampoco sería un planeta en pie de igualdad con el resto, ya que ésta, aunque el sistema fuera heliocéntrico, no giraría alrededor del Sol, sino de la Tierra. Los cuerpos que rotaban alrededor de un planeta recibieron el nombre de satélites, y entre éstos figuraba precisamente la Luna.

El sistema copernicano comenzó a abrirse paso poco a poco en la mente de los astrónomos, pues por aquel entonces se había comprobado ya que la visión geocéntrica del universo presentaba numerosos defectos. Las matemáticas que requería el viejo sistema para calcular las posiciones de los planetas eran tediosas y proporcionaban resultados que no concordaban con las minuciosas observaciones realizadas por las nuevas generaciones de astrónomos pertenecientes a la primera época de los tiempos modernos.

martes, 23 de octubre de 2007

El Sol I

Durante los 1.800 años que siguieron a la época de Hiparco, los conocimientos del hombre sobre las dimensiones del Universo no progresaron. Parecía imposible calcular la distancia de cualquiera de los planetas, exceptuando la Luna, y si bien es cierto que se hicieron diversas especulaciones en torno a la distancia del Sol, ninguna de ellas poseía valor alguno.

Una de las razones que explican esta falta de progreso después de los tiempos de Hiparco es que los griegos habían desarrollado un modelo del sistema planetario cuyas aplicaciones eran bastante limitadas. Tanto Hiparco como los astrónomos que vinieron después que él consideraban la Tierra como el centro del Universo. La Luna y el resto de los planetas giraban (de un modo bastante complicado) alrededor de la Tierra; más allá de aquéllos giraba también la bóveda de las estrellas alrededor de nuestro planeta. Los detalles de este sistema quedaron registrados para la posteridad en las obras de otro astrónomo, Claudio Ptolomeo, que vivió en Egipto y escribió hacia el año 130 d.C. El sistema geocéntrico (Tierra en el centro) se denomina a menudo sistema ptolemaico en honor suyo.
Tal sistema permitió a los astrónomos calcular los movimientos aparentes de los planetas respecto al fondo de las estrellas con una precisión suficiente para las necesidades de aquel tiempo. Pero esta precisión no bastaba para calcular distancias más allá de la Luna.

Observación del Sol

Siempre que se observe el Sol hay que utilizar una protección adecuada. De otro modo, la luz no filtrada podría cegarnos en fracciones de sgundo. Para observar el Sol con seguridad conviene emplear un filtro que se ajuste a la abertura frontal del telescopio (los filtros solares que se acoplan al ocular no son seguros y, por tanto, deben descartarse). No hay que olvidar cubrir el buscador para evitar quemar algo o a alguien por accidente. La pantalla de protección solar constituye una alternativa a los filtros.

La superficie solar, o fotosfera, muestra muchos rasgos al telescopio. Con grandes aumentos presenta un aspecto granulado, como si fuera harina de avena. Los gránulos son células de gas caliente en ascenso y los menores miden 1.000 km. Las zonas brillantes amplias denominadas fáculas se observan mejor cerca del limbo solar, el cual siempre parece algo más oscuro que el resto del disco.
Sin embargo, los rasgos principales los constituyen las manchas solares. Se trata de lugares donde el ampo magnético solar se retuerce lo suficiente como para bloquear el flujo normal de calor. Por tanto, las manchas son zonas más frías y, en consecuencia, más oscuras. En ocasiones poco frecuentes las manchas solares se hacen tan grandes que llegan a apreciarse a simple vista (hay que usar un filtro solar de todas formas). Las manchas solares están fuertemente magnetizadas y surgen y se desvanecen siguiendo un ciclo de 11 años. El último registro máximo de manchas solares ocurrió en 2000 - 2001.

A veces la actividad magnética provoca erupciones conocidas como fulguraciones, que lanzan al espacio multitud de partículas cargadas. Las fulguraciones
más potentes perturban la ionosfera terrestre e inducen tormentas magnéticas y auroras polares.
La corona, la atmósfera exterior del Sol, posee una temperatura de millones de grados, pero es tan tenue que sólo puede observarse durante los eclipses solares totales.
Los filtros solares normales permiten ver el Sol habitual en luz blanca. Para captar más detalles de la actividad solar, algunos observadores compran filtros especiales que aíslan la luz de bandas estrechas de longitud de onda, normalmente la banda hidrógeno-alga (656.3 nm). Tales filtros revelan protuberancias y otros detalles superficiales.

Eclipses de Sol

Al menos cuatro veces al año se produce un eclipse visible desde algún lugar de la Tierra, bien al interponerse la Luna entre el Sol y nosotros, o bien al situarse nuestro planeta entr el Sol y la Luna.

Una de las mayores coincidencias de la naturaleza consiste en que el Sol tiene 400 veces el tamaño de la Luna, pero se encuentra 400 veces más lejos. En consecuencia, ambos objetos muestran el mismo tamaño aparente en el cielo y eso permite que la Luna cubra justamente el disco del Sol durante los eclipses totales.

Todos los meses, cuando pasa por la fase nueva, la Luna cruza entre la Tierra y el Sol. La inclinación de la órbita lunar hace que casi siempre pase un poco por encima o por debajo del disco solar, de manera que nuestro satélite no llega a eclipsar el Sol. Pero hay al menos dos temporadas cada año en las que la órbita inclinada de la Luna cruza la posición en la que se halla el Sol a la vez que nuestro satélite alcanza la fase nueva. Los tres cuerpos quedan alineados, con la Luna en medio, y se produce un eclipse de Sol.

El eclipse puede ser parcial si la Luna cubre solamente una porción de Sol. Otra posibilidad consiste en que se produzca un eclipse anular: si la Luna se halla en el punto más distante de su órbita elíptica, su disco no alcanzará el tamaño necesario para cubrir todo el Sol, que sobresaldrá como un anillo de luz alrededor del disco lunar.
Los eclipses más espectaculares ocurren cuando la Luna llega a cubrir por completo el disco brillante del Sol. La umbra de la sombra lunar, que normalmente no mide más de 240 km, se proyecta sobre la Tierra y barre el planeta a lo largo de un camino que mide varios miles de kilómetros. Las personas que se encuentran dentro de esa trayectoria presencian un eclipse total, un suceso sobrecogedor pero que dura tan sólo unos minutos.

De promedio, los eclipses solares totales se producen una vez cada 19 meses.

La observación de eclipses solares se parece bastante a la observación normal del Sol. Durante un eclipse parcial (o en las fases parciales de un eclipse total) hay que usar un filtro o una pantalla de proyección para proteger tanto los ojos como el telescopio. Así puede verse el limbo lunar a medida que avanza sobre el Sol y se va tragando las manchas. Hay que resistir la tentación de mirar hacia el Sol con los ojos desprotegidos cuando disminuye la iluminación. Si un eclipse es total, sólo pueden retirarse los filtros y observar con seguridad cuando el Sol esté cubierto del todo.

Cuando comienza la fase total, los últimos rayos del Sol se cuelan por los valles del limbo lunar y provocan un fenómeno conocido como perlas de Baily. El disco lunar queda rodeado por un halo tenue de luz perlada, la corona, la atmósfera exterior del Sol, extremadamente caliente pero demasiado débil para observarla si no es durante un eclipse total. Los telescopios muestran además las protuberancias que sobresalen tras el disco lunar. La totalidad termina con una explosión brusca de luz, así que hay que tener el filtro solar a mano.

La Luna III

Este método fue mejorado y refinado, poco más de un siglo más tarde, por Hiparco de Nicea (190 - 120 a.C.), otro astrónomo griego y quizá el más notable de la antigüedad.

Hiparco llegó a la conclusión de que la distancia entre la Luna y la Tierra equivalía aproximadamente a treinta veces el diámetro de ésta. Aceptando la cifra de Eratóstenes para el diámetro de la Tierra (12.800 kilómetros), la distancia de la Luna resultaba ser de 384.000 kilómetros.

Esta cifra es excelente si tenemos en cuenta el estado en que se encontraba el arte de la astronomía en aquellos tiempo. La cifra más exacta de que disponemos en la actualidad para la distancia media entre los centros de la Luna y la Tierra es de 384.317,2 kilómetros. Decimos la distancia media porque la Luna no describe un círculo perfecto alrededor de la Tierra, sino que en algunos puntos se acerca (perigeo) es de 356.334 kilómetros y la máxima a que se aleja (apogeo) es de 406.610 kilómetros.

Conociendo esta distancia, puede calcularse el diámetro de la Luna a partir de su tamaño aparente. Dicho diámetro resulta ser de 3.480 kilómetros, con una circunferencia, por tanto, de 10.900 kilómetros. Notablemente menor que la Tierra, pero de un tamaño todavía respetable.

Una vez determinada la distancia a la Luna, quedó refutada irremisiblemente la idea de que el cielo quizá se hallara bastante cerca de la esfera terrestre, pues incluso medida por los patrones griegos dicha distancia resultaba tremenda. El cuerpo celeste más cercano, la Luna, se encontraba a más de un tercio de millón de kilómetros. Los demás planetas tenían que estar más lejos, quizá mucho más lejos.
Aristarco descubrió que cuando la Luna se encontraba "exactamente el primer cuarto (o en el último)", ella misma, el Sol y la Tierra ocupaban los vértices de un triángulo rectángulo. Midiendo el ángulo que separa a la Luna del Sol (vistos ambos desde la Tierra) y utilizando conocimientos elementales de trigonometría, podía calcularse el cociente entre las distancias a la Luna y al Sol. Así pues, conocida la distancia a la Luna era posible calcular la del Sol.

Por desgracia para Aristarco, la medición de ángulos en el espacio sin disponer de buenos instrumentos es una operación bastante difícil, como tampoco es fácil determinar el momento exacto en que la Luna se halla en el primer cuarto. La teoría con que trabajó este astrónomo era matemáticamente perfecta; las medidas, en cambio, tenían un pequeño error, suficiente para proporcionar unos resultados de todo punto imprecisos. Aristarco llegó a la conclusión de que la distancia del Sol era veinte veces la de la Luna. Si la Luna se hallaba a 384.000 kilómetros de la Tierra, el Sol debía encontrarse a poco menos de 8.000.000 de kilómetros, estimación que queda muy por debajo de la realidad (pero que constituía una prueba más de la inesperada magnitud del Universo).

Así pues, podemos decir que hacia 150 a.C., y tras cuatro siglos de astronomía minuciosa, los griegos habían logrado determinar con cierta exactitud la forma y dimensiones de la Tierra y la distancia a la Luna, pero sin conseguir demostrar mucho más. Concluyeron que el Universo era una esfera gigantesca de varios millones de kilómetros de diámetro como mínimo, en cuyo centro colocaron un sistema Tierra-Luna con unas dimensiones que seguimos aceptando hoy día.

La Luna II

Un fenómeno que hubo de ser observado desde los tiempos prehistóricos es que existen ciertos cuerpos celestes ue se mueven con respecto a las estrellas: en un momento dado se encuentran próximos a una estrella determinada, mientras que en una ocasión posterior se hallan cerca de otra distinta. Estos cuerpos no podían estar adosados a la bóveda del cielo, sino que debían hallarse entre ésta y la Tierra.

Los antiguos conocían siete de estos cuerpos, cuyos nombres son (en la forma que hoy los conocemos), por orden de brillo, los siguientes: el Sol, la Luna, Venus, Júpiter, Marte, Saturno y Mercurio. Los griegos llamaron a estos siete cuerpos planetes (errantes), debido a que erraban entre las estrellas. Esta palabra ha llegado hasta nosotros en la forma planetas.
En algunos casos era posible especular sobre qué planetas se encontraban más cerca o más lejos de la Tierra. La Luna, por ejemplo, pasaba por delante del Sol en cada eclipse solar; por tanto, la Luna debía encontrarse más próxima a la superficie de la Tierra que el Sol.

En otros casos, los antiguos se basaron en las velocidades relatias de los movimientos planetarios respecto a las estrellas. La experiencia nos enseña que cuanto más próximo se encuentra al observador un objeto en movimiento, mayor es la velocidad que parece llevar. Un avión en vuelo raso da la sensación de una velocidad increíble, mientras que el mismo aparato volando a un kilómetro de altura apenas parece moverse, a pesar de que quizá vuele a una velocidad mayor que cuando se desplazaba cerca del suelo.

Basándose en las velocidades relativas respecto a las estrellas, los griegos llegaron a la conclusión de que la Luna era el más próximo de los siete planetas. En cuanto a los seis restantes, se estimó que el más cercano era Mercurio, luego Venus, el Sol, Marte, Júpiter y el más lejano Saturno.

Por consiguiente, para determinar la distancia de los cuerpos celestes es obvio que había que comenzar por la Luna, pues si resultaba imposible calcular la distancia entre este planeta y la Tierra, pocas esperanzas cabría albergar de poder determinar esta magnitud para los demás cuerpos celestes.
El primero que efectuó un cálculo riguroso de la distancia a la Luna fue el astrónomo griego Aristarco de Samos (320 - 250 a.C.), quien trabajó con observarciones realizadas durante un eclipse lunar. La curvatura de la sombra proyectada por la Tierra sobre la Luna permitía averiguar el tamaño de la sección transversal de dicha sombra en relación con el tamaño de la Luna. Suponiendo que el Sol estaba mucho más alejado de la Tierra que la Luna y utilizando conocimientos básicos de geometría, Aristarco logró averiguar la distancia que debía mediar entre la Luna y la Tierra para que la sombra proyectada sobre aquélla tuviese las dimensiones observadas.


La Luna I

Si el Universo estuviese compuesto solamente por la Tierra, los griegos habrían resuelto el problema central de la cosmología hace 2000 años. Pero el Universo no es sólo la Tierra, y eso lo sabían muy bien los griegos. Por encima de la Tierra se extiende el cielo.

Mientra el hombre creía que la Tierra era plana, no había inconveniente alguno en concebir el cielo como una cúpula rígida cuyo borde se ajustaba al plano de la Tierra en todos los puntos de su perímetro. El espacio cerrado así formado tampoco necesitaba tener una altura desmesurada, pues que fuese de unos dieciséis kilómetros, por ejemplo, bastaría para abarcar las montañas más altas y las nubes.

Ahora, si la Tierra fuese una esfera, el cielo tenía que ser una segunda esfera, más grande que la primera y que envolviese a la Tierra por completo. Entonces, sería la esfera del cielo la que constituyese los límites del Universo; conocer sus dimensiones revestía, por tanto, el máximo interés.

A juzgar por los conocimientos que se derivan de observaciones puramente informales, la esfera celeste debía de ceñirse bastante a la esfera de la Tierra, quizá a una distancia de la superficie de unos dieciséis kilómetros en todas las direcciones. Si el diámetro de Tierra era de 12.800 kilómetros, el del cielo podría ser de unos 12.832 kilómetros.
Pero no debemos conformarnos con observaciones puramente informales, ya que los griegos (y antes que ellos los babilonios y egipcios) tampoco se contentaron con este tipo de observaciones.
La esfera celeste parece describir una vuelta completa alrededor de la Tierra cada veinticuatro horas. Durante este movimiento da la sensación de que el cielo arrastra consigo las estrellas en bloque, o sea, la posición relativa de las estrellas no varía, sino que permanecen fijas en su sitio año tras año (de ahí el nombre de estrellas fijas). Nada más natural, pues, que pensar que las estrellas se encontraban adosadas a la bóveda celeste como si fueran cabezas de alfiler luminosas; tal fue, en efecto, la creencia que prevaleció hasta el siglo XVII.

lunes, 22 de octubre de 2007

Las cuatro estaciones

Hay cuatro fechas especiales en el calendario. El solsticio de verano (21 de junio en el hemisferio norte, 21 de diciembre en el sur), cuando el Sol alcanza a mediodía la mayor altura de todo el año. El número de horas con luz solar es máximo.
Justo en el extremo opuesto está el solsticio de invierno (21 de diciembre en el hemisferio boreal, 21 de junio en el austral), fecha en que el Sol se sitúa a mediodía a la menor altura del año. Los días de luz son los más breves del año.

En los dos equinoccios (21 ó 21 de marzo y 22 ó 23 de septiembre), ninguno de los dos hemisferios se encuentra inclinado hacia el Sol. Durante esos días, todos los lugares de la Tierra reciben luz solar a lo largo de 12 horas y tienen noches de 12 horas. El sol sale exactamente por el este y se pone justo por el oeste, y a mediodía alcanza una altura intermedia entre los valores extremos de los solsticios.


viernes, 19 de octubre de 2007

El eje de rotación y el sol de medianoche

Un error astronómico muy extendido consiste en creer que las estaciones del año las causa el cambio de distancia entre la Tierra y el Sol. A pesar de la ligera forma eclíptica de la órbita terrestre, no estriba ahí la razón de las estaciones, sino en la oblicuidad del eje de rotación.

La Tierra gira alrededor de un eje que no se halla perpendicular a la órbita que sigue el planeta en torno al Sol. El eje terrestre se aparta de la perpendicularidad en 23,5 grados, y está orientado de manera que apunta al mismo lugar del cielo con independencia de la posición que ocupe la Tierra en su órbita anual.
En un lado de la órbita, el hemisferio norte de la Tierra está inclinado hacia el Sol. Entonces el Sol se alza alto en los cielos del norte y produce los días largos y calurosos del verano boreal. Medio anño más tarde la Tierra se halla en el extremo opuesto de su órbita y el hemisferio norte queda entonces inclinado hacia la dirección opuesta al Sol, los días se hacen cortos y fríos, y el Sol se levanta poco en el cielo: es el invierno boreal. En esta posición, la energía solar incide muy inclinada en la atmósfera del hemisferio norte y se dispersa sobre un área extensa, con lo que disminuye su potencia calorífica.

La oblicuidad del eje terrestre hace largos los días de verano y breves los de invierno. Este efecto es extremo cerca de los polos, donde el principio del verano, con el polo totalmente inclinado hacia el Sol, se convierte en un tiempo de luz solar permanente, mientras el inicio del invierno sume la zona en una noche continua.

Doce meses: un año

El desplazamiento de la Tierra alrededor del Sol determina el año. La Tierra tarda 365,242199 días en completar cada vuelta, un número incómodo que ha atormentado a los responsables del calendario desde que se empezó a medir el tiempo. El calendario gregoriano moderno emplea años de 365 días, la mejor aproximación práctica a la duración verdadera.

Todo esfuerzo por ajustar un número entero de meses sinódicos (de 29,53 días) en un año se mostrará vano. El calendario gregoriano no hace el menor esfuerzo por lograrlo y emplea meses de 30 y 31 días que sólo guardan un parecido lejano con el periodo sinódico lunar. Así resultan sucesos tan extraños como meses en que hay Luna llena dos veces, o años con 13 plenilunios.

Otros sistemas para registrar el tiempo, como los calendarios hebreo e islámico, se rigen por las fases de la Luna. Estos esquemas definen el año como 12 ciclos lunares, y eso da lugar a años de 354 días solares.

El año del calendario gregoriano se define como el intervalo temporal entre dos equinoccios de marzo, o sea, el donominado año trópico, marcado por el transcurso de las estaciones. Sin embargo, el año sidéreo, o sea, el año medido según el tiempo que invierte la Tierra en girar alrededor del Sol respecto de las estrellas, dura 20 minutos y 24 segundos más.

El motivo de esta diferencia se halla en que la Tierra, al igual que una peonza, oscila con un movimiento de precesión que tarda 25.800 años en completarse. El eje terrestre apunta en la actualidad hacia un lugar cercano a la estrella Polar. Dentro de medio ciclo precesional, en el año 14.900, el eje apuntará cerca de la estrella Vega. Las constelaciones que ahora vemos en invierno lucirán durante el verano, y las constelaciones veraniegas se volverán típicas del invierno.
Si el calendario se limitara a considerar años de 365 días, entonces perdería la sincronización las estaciones pasados pocos siglos. La Navidad acabaría celebrándose en pleno verano en el hemisferio norte. Por sugerencia de Cleopatra y de su astrónomo de corte, Sosígenes, Julio César introdujo en el año 45 a.C. un calendario en el que se añadía un día cada cuatro años. Este salto cuatrianual funcionaría a la perfección si la Tierra invirtiera 365,25 días en dar una vuelta al Sol. Pero el año verdadero tiene 11 minutos y 14 segundos más.
El error acumulado del calendario de Julio César y Cleopatra ascendía ya a 10 días en el siglo XVI. Para corregirlo, el papa Gregorio XIII refinó en 1582 la regla que gobierna los años bisiestos. Los años finiseculares, los que terminan en 00, sólo serían bisiestos si podían dividirse entre 400. Así que 1700, 1800 y 1900 no fueron bisiestos, a diferencia de 1600 y 2000 que sí lo fueron.

jueves, 18 de octubre de 2007

Las fases de la Luna

Igual que la rotación terrestre nos trae el día, el movimiento de la Luna alrededor de la Tierra nos proporciona el mes. Si medimos el tiempo que tarda la Luna en regresar a la misma posición entre las estrellas se obtiene un total de 27.32 días, un lapso de tiempo conocido como mes sidéreo. Sin embargo, el tiempo que tarda el satélite en cubrir todo su ciclo de fases ofrece un período temporal más obvio.

Al igual que la Tierra, la Luna siempre tiene un hemisferio completo iluminado por el Sol y otro sumido en las tinieblas. Pero en contra de lo que sugiere la expresión popular "cara oscura de la Luna", no es cierto aque haya una cara lunar siempre a oscuras. Todos los lugares de ese astro pasan por los ciclos del día y de la noche lunares. Lo que ocurre es que la Luna tiene siempre el mismo hemisferio dirigido hacia la Tierra, la llamada cara visible. Este hecho se debe a que la atracción gravitatoria terrestre ha ido frenando la rotación lunar.

A medida que la Luna gira alrededor de la Tierra, su cara visible recibe distintas cantidades de luz solar, desde nada en absoluto (Luna nueva) hasta el disco completo (Luna llena), pasando por la mitad (cuartos lunares), y da lugar a lo que denominamos fases lunares. El cilo completo de fases desde la Luna nueva a la siguiente, dura 29.53 días, un mes sinódico.

En la fase de Luna nueva (1), la Luna se sitúa entre la Tierra y el Sol y, por tanto, no puede verse en absoluto. A medida que la Luna se aparta del Sol hacia el este, se empieza a percibir una delgada lúnula creciente (2). La cara visible de la Luna va recibiendo cada vez más luz según aumenta el ángulo entre ella y el Sol. Pasada una semana desde la fase nueva, llega a verse ya medio disco iluminado: cuarto creciente (3). La Luna sigue avanzando y alcanza la fase que a veces se donomina gibosa creciente (4). La Luna alcanza la posición orbital opuesta al Sol al cabo de cuatro semanas tras la fase nueva, y entonces aparece llena en el firmamento (5). La Luna entra en las fases menguantes durante las semanas posteriores, pasando de gibosa (6) al cuarto menguante (7) para volver a mostrarse como una lúnula (8) antes de acercarse de nuevo al Sol. La Luna retorna a la posición que la hace invisible, entre la Tierra y el Sol, cada poco más de 29 días.

miércoles, 17 de octubre de 2007

Los husos horarios

Hasta bien entrado el siglo XIX, los viajeros iban de una ciudad a otra y tenían que cambiar de hora en cada una de ellas. La difusión del ferrocarril obligó a adoptar un sistema horario común. Este sistema, introducido en todo el mundo en 1884, divide la Tierra en 24 zonas (los husos horarios) de aproximadamente 15 grados, de modo que suman los 360 grados necesarios para rodear el globo. Dentro de cada huso rige la misma hora, y la diferencia horaria entre husos adyacentes es de una hora completa. Así, cuando son las 12.32 horas en Madrid, en Ciudad de México son las 05.32 horas, porque se encuentra siete husos horarios hacia el Oeste.

El punto de partida para este sistema global solía conocerse antes como tiempo medio en Greenwich (GMT, del inglés Greenwich mean time), porque se situó el origen de tiempos en esa ciudad cercana a Londres. Siguiendo con la tradición náutica de medir la longitud desde el observatorio de Greenwich, Inglaterra, los diseñadores de los husos horarios adoptaron como origen de tiempos el de esta localidad. El mismo concepto recibe hoy el nombre de tiempo universal coordinado (UTC, del inglés Universal time coordinated). La hora de los sucesos astronómicos se da en UTC. Al calcular a qué hora será visible un evento conreto desde un lugar de observación dado, hay que sumar (si se vive al Este de Greenwich) o restar (si se vive al Oeste) el número de husos horarios que nos separen del huso de Greenwich. Asimismo, debe tenerse en cuenta si está o no en vigor el horario especial de verano.

La Tierra y la Luna: el día, el mes y el año

Los ciclos del cielo nos proporcionan las unidades básicas de tiempo: el día, el mes y el año. La oblicuidad del eje terretre provoca la sucesión de las estaciones.

Los días se producen como consecuencia de la rotación de la Tierra sobre su eje. Este giro hace que el Sol parezca recorrer el cielo de este a oeste. El intervalo entre dos mediodías (o dos mediasnoches) consecutivos define la duración del día solar. Este día de 24 horas y medido según el Sol es el que usamos para regir la vida cotidiana.

En astronomía se emplea otro tipo de día. Si se observa una estrella cuando pasa por el sur y se mide el tiempo que tarda en volver a la misma posición la noche siguiente, se obtiene que invierte en ello 23 horas, 56 minutos y 4 segundos. Ésta es la longitud de un día sidéreo, el día medido no de acuerdo con el Sol, sino según las estrellas. Como el día sidéreo es más breve, las estrellas salen casi cuatro minutos más temprano cada noche. A lo largo de 30 días se acumula una diferencia de dos horas, de modo que una estrella que salga a las 22.00 horas a primeros de mes, lo hará a las 20.00 horas a finales.

martes, 16 de octubre de 2007

Nuestro sitio en el universo

Si dirigimos nuestra visa hacia el cielo estrellado nuestra vista abarca distancias inmensas. La Luna, nuestra vecina más cercana está a 385.000 km, una distancia lo bastante grande como para que lso astronautas de las misiones Apollo tardaran tres días en llegar. Si miramos cualquier planeta visible a simple vista, como Júpiter por ejemplo, vemos a cientos de millones de kilómetros, que son años de viaje incluso en los cohetes más veloces.

Más allá de los planetas hay un océano espacial demasiado extenso como para medirlo en kilómetros. En astronomía se prefiere usar otra unidad de medida, el año luz, que es la distancia que recorre la luz en un año. La estrella brillante más cercana al Sistema Solar, alfa Centauri, está a cuatro años luz. Para poder visualizar esta inmensidad podríamos reducir mentalmente el Sistema Solar hasta que midiera lo mismo que una plaza pequeña. En esta escala, alfa Centauri quedaría reducida a un puntito a 40 km de distancia. La mayor lejanía alcanzada por los humanos, el espacio que media entre la Tierra y la Luna, correspondería a menos de un milímetro.

Nuestro Sol es una más entre los 400.000 millones de estrellas que forman la Galaxia, un sistema espiral con una extensión de 100.000 años luz. Nuestra Galaxia es sólo una más entre miles de millones de galaxias, todas ellas repletas de estrellas. Una de las más cercanas, la galaxia de Andrómeda, puede ser percibida a simple vista. Nuestra Galaxia y la de Andrómeda son las mayores de una pequeña agrupación formada por al menos unos 40 miembros y que recibe el nombre de Grupo Local.

Nuestra familia de galaxias, a su vez, se encuentra el extrarradio de un grupo denso formado por miles de miembros y llamado supercúmulo de Coma-Virgo. Cualquier telescopio de aficionado muestra varios miembros de este supercúmulo, así como de otros cúmulos de galaxias cuya luz es tan vieja como los dinosaurios.

El telescopio espacial Hubble ha detectado galaxias cien veces más lejanas, a 10.000 millones de años luz, tan distantes que aparecen como borrones de luz en los límites del universo observable. Las vemos tal y como eran poco después de que naciera el cosmos.
La Tierra ocupa el tercer lugar entre los planetas en orden de distancia a nuestra estrella, el Sol, y forma parte del grupo de planetas rocosos. Después de un gran hueco viene el primero de los grandes gaseosos, Júpiter. Neptuno, Urano y Plutón, muy lejos del calor del Sol, delimitan la frontera exterior del Sistema Solar.

El tamaño de la Tierra

Una vez establecido el carácter esférico de la Tierra, el problema de su tamaño adquiría una importancia mayor que nunca. Determinar las dimensiones de una Tierra plana y finita habría supuesto una tarea en extremo ardua, como no fuese que alguien se la recorriera de punta a punta. Una Tierra esférica, en cambio, produce efectos que varían directamente con el tamaño de la esfera.

Por ejemplo, si la esfera terráquea fuese enorme, los efectos producidos por su esfericidad serían demasiado pequeños para detectarlos de un modo fácil. La visión de las estrellas no cambiaría sensiblemente cuando el observador se trasladase unos cuantos cientos de kilómetros hacia el Norte o hacia el Sur; los barcos no desaparecerían por el horizonte cuando el observador estuviera percibidno todavía una imagen suficientemente grande para ser visible, ni éste vería ocultarse primero el casco y luego el velamen; y, por último, la proyección de la sombra de la Tierra sobre la Luna parecería recta, pues la curvatura de dicha sombra sería muy pequeña y, por tanto, indetectable.
En otras palabras, el mero hecho de que los efectos de la esfericidad fuesen perceptibles significaba que la Tierra era una esfera, pero también que se trataba de una esfera de tamaño más bien moderado: ciertamente grande, pero no gigantesco.
Ahora bien, ¿cómo podría medirse este tamaño con cierta precisión? Los geógrafos griegos lograron establecer un límite inferior. Hacia el año 250 a.C., estos hombres sabían por experiencia que hacia Poniente la Tierra se extendía algo más allá del Estrecho de Gibraltar, y que hacia Levante llegaba hasta la India, con una distancia máxima de unos 9.600 kilómetros (cifra muy superior a la estimación, aparentemente generosa, que hiciera Hecateo dos y siglos y medio antes). Puesto que al cabo de dicha distancia la superficie de la Tierra no había vuelto, evidentemente, al punto de partida, el perímetro del planeta tenía que ser superior a los 9.600 kilómetros; pero cuánto mayor era algo que no podía precisarse.
El primero en sugerir una respuesta basada en la observación fue el filósofo griego Eratóstenes de Cirene (275 - 196 a.C.). Este filósofo sabía (o se lo comunicaron) que en el solsticio vernal, el 21 de junio, cuando el sol de mediodía se encuentra más cerca del cenit que en ningún otro día del año, este astro pasaba justamente por el cenit sobre la ciudad de Syene, en Egipto (la moderna Asuán). Este hecho podía constatarse sin más que clavar un palo vertical en el suelo y observar que no proyectaba sombra alguna. Por otro lado, repitiendo la misma operación en Alejandría, situada unos 800 kilómetros al norte de Syene, el palo proyectaba una corta sobra, la cual venía a indicar que en aquel lugar el sol de mediodía se encontraba algo más de 7 grados al Sur del cenit.
Si la Tierra fuese plana, el Sol luciría simultáneamente sobre Syene y Alejandría, prácticamente en línea perpendicular sobre ambas. El hecho de que el Sol brillase justo encima de una pero no de la otra demostraba de por sí que la superficie de la Tierra se curvaba en el espacio que mediaba entre ambas ciudades. El palo clavado en una de las ciudades no apuntaba, por así decirlo, en la misma dirección que el otro. Uno de ellos apuntaba al Sol, el otro no.
Cuanto mayor fuese la curvatura de la Tierra, mayor sería la divergencia entre las direcciones de los dos palos y mayor también la diferencia entre las longitudes de ambas sombras. Aunque Eratóstenes demostró cuidadosamente todos sus cálculos por métodos geométricos, nosotros prescindiremos de esta demostración y diremos simplemente que si una diferencia de algo más de 7 grados corresponde a 800 kilómetros, una diferencia de 360 grados (una vuelta completa alrededor de una circunferencia) debe representar cerca de 40.000 kilómetros si queremos conservar una proporción constante.
Conocida la circunferencia de una esfera, también se conoce su diámetro. El diámetro es igual a la longitud de la circunferencia dividida por pi, cantidad que vale aproximadamente 3,14. Eratóstenes concluyó, por tanto, que la Tierra tenía una circunferencia de unos 40.000 kilómetros y un diámetro de unos 12.800 kilómetros.
El área de la superficie de tal esfera es de 512.000.000 de kilómetros cuadrados, aproximadamente, cifra que equivale a por lo menos seis veces la superficie máxima conocida en los tiempos antiguos. Evidentemente, la esfera de Eratóstenes se les antojaba algo desmesurada a los griegos, pues cuando más tarde los astrónomos repitieron las observaciones y obtuvieron cifras más pequeñas (29.000 kilómetros de circunferencia, 9.100 de diámetro y 256.000.000 de kilómetros cuadrados de superficie), dichas cifras fueron aceptadas sin pensarlo dos veces. Estas cifras prevalecieron a lo largo de toda la Edad Media y fueron utilizadas por Colón para demostrar que la ruta occidental desde España a Asia era un ruta práctica para los barcos de aquel tiempo. En realidad no lo era, pero su viaje se vio coronado por el éxito debido a que el lugar donde Colón creía que estaba Asia resultó estar ocupado por las Américas.
No fue sino en 1522, con el regreso de la única nava sobreviviente de la flota de Magallanes, cuando quedó establecido de una vez para siempre el verdadero tamaño de la Tierra, vindicando así a Eratóstenes.
Las últimas mediciones dan la cifra de 40.067,96 kilómetros para la longitud de la circunferencia de la Tierra en el Ecuador. El diámetro de la Tierra varía ligeramente según la dirección debido a que nuestro planeta no es una esfera perfecta; la longitud media de este diámetro es de 12.739,71 kilómetros. El área de la superficie es de 509.903.550 kilómetros cuadrados.

La Tierra esférica III

Supongamos, por el contrario, que nos limitamos a definir la palabra "abajo" como la dirección que apunta hacia el centro de la Tierra. Al decir que, en virtud de las leyes naturales, los objetos "caen hacia abajo", queremos significar que su tendencia natural es a caer hacia el centro de la Tierra. En tal caso, los objetos no caerían fuera de la Tierra, ni los antípodas tendrían la sensación de andar cabeza abajo.

La Tierra en sí tampoco puede desplomarse, pues todas y cada una de sus partes han caído ya el máximo posible, es decir, se han aproximado al máximo al centro de la Tierra. De hecho, ésta es la razón de que la Tierra tenga que ser una esfera, pues este cuerpo geométrico se caracteriza por la propiedad de que la distancia total de todas y cada una sus partes al centro de dicho cuerpo es menor que en cualquier otro sólido del mismo tamaño pero forma distinta.
Así pues, podemos afirmar que hace 350 a.C., ningún científico dudaba ya de que la Tierra fuese una esfera. Desde entonces, este concepto ha sido admitido en todo momento por cualquier hombre culto del mundo occidental.

La idea era tan satisfactoria y estaba tan exenta de paradojas que fue aceptada aun en ausencia de pruebas de carácter directo. Una prueba de este tipo no llegaría hasta el 1522 d.C. (dieciocho siglos después de Aristóteles), cuando la única nave que logró sobrevivir a una expedición mandada en principio por el navegante Fernando Magallanes (1480 - 1521) arribó al puerto, tras haber descrito por primera vez una vuelta a la Tierra: de este modo quedaba demostrado de una manera directa que aquélla no era plana.

Hoy día se ha demostrado la esfericidad de la Tierra sobre el principio real de "ver es creer". Durante los últimos años de la década de 1940 - 49 se consiguió lanzar cohetes a una altura suficiente para tomar fotografías de vastas porciones de la superficie terráquea; estas fotografías demostraron de un modo visible la curvatura esférica.

domingo, 14 de octubre de 2007

La Tierra esférica II

Los astrónomos griegos también pensaron que la mejor forma de explicar los eclipses de Luna era suponer que ésta y el Sol ocupaban lados opuestos de la Tierra y que era la sombra de este planeta la que, proyectada por el Sol, caía sobre la Luna y la eclipsaba. La proyección de esta sombra siempre era circular, independientemente de las posiciones que la Luna y el Sol ocupasen respecto a la Tierra. El único cuerpo sólido que proyecta una sombra con sección transversal circular en todas direcciones es la esfera.

Así pues, una observación más minuciosa revelaría que la superficie de la Tierra no es plana sino esférica. El hecho de que parezca plana se debe únicamente a que la esfera es tan grande que la curvatura de la pequeña porción visible a simple vista es demasiado suave para detectarla.
Según los conocimientos actuales, la primera persona que sugirió que la Tierra era un esfera fue el filósofo griego Filolao de Tarento (480 - ? a.C.), quien formuló esa idea hacia el año 450 a.C.

Este concepto acabó de una vez para siempre con todos los problemas relativos al "fin" de este planeta, y ello sin introducir el concepto de infinito. La esfera tiene una superficie de tamaño finito, pero esta superficie no posee un fin; es finita pero ilimitada.
Aproximadamente un siglo después de Filolao, el filósofo griego Aristóteles de Esgira (384 - 322 a.C.) hizo un compendio de las consecuencias que se derivaban de la esfericidad de la Tierra.
El concepto "abajo" debía considerarse no como una dirección fija y precisa, sino como una dirección relativa. Pues si se tratase de una dirección fija, como a veces pensamos que es cuando señalamos hacia nuestros pies, entonces cabría esperar que la esfera entera de la Tierra se desplomase hacia abajo indefinidamente, o bien hasta llegar a descansar sobre algo que fuera sólido y tuviera una extensión infinita en dirección hacia abajo.

viernes, 12 de octubre de 2007

La Tierra esférica I

Para alguien que tuviese los ojos bien abiertos la idea de una Tierra plana no podía resultar de sentido común. Porque si así fuera, desde cualquier punto de esa Tierra plana debería verse las mismas estrellas en el cielo. Una de las experiencias que todos los navegantes tenían era que cuando el barco llevaba rumbo Norte, ciertas estrellas desaparecían detrás del horizonte meridional y otras nuevas aparecían por el septentrional. Cuando se navegaba rumbo al Sur, la situación era la inversa. Este fenómeno admitía una explicación muy sencilla suponiendo que la Tierra se curvaba en la dirección Norte-Sur. No se sabía si existía o no un efecto similar en dirección Este-Oeste, ya que quedaba oculto por el movimiento general Este-Oeste del cielo, que describía una vuelta completa cada veinticuatro horas.

El filósofo griego Anaximandro de Mileto (611 - 546 a.C.) sugería que los hombres vivían sobre la superficie de un cilindro curvado hacia el Norte y hacia el Sur. Anaximandro fue el primero en sugerir para la superficie de la Tierra una forma distinta de la plana hacia el año 550 a.C.
Pero la idea de la Tierra cilíndrica tampoco bastaba. Un hecho observado por quienes vivían a orillas del mar era el siguiente: los barcos que navegaban rumbo a alta mar no iban reduciéndose de tamaño paulatinamente hasta desvanecerse en eun punto infinitesimal, como cabría esperar si la Tierra fuese plana, sino que desaprecían cuando aún poseían un tamaño sensiblemente mayor que el de un simple punto; y lo primero que desaparecía era el casco, como si el barco estuviese descendiendo por una colina. Esto era, ni más ni menos, lo que cabría esperar si la superficie de la Tierra fuese curva. Pero había más, y es que los barcos desaparecían de modo muy similar cualquiera que fuese el tumbo que llevaran. En consecuencia, la Tierra se curvaba no sólo en dirección Norte-Sur, sino en todas direcciones por igual es la esfera.

jueves, 11 de octubre de 2007

La forma de la Tierra II

Muchos pensaban que ese Universo tendría forma de tablón rectangular. Un accidente interesante de la Historia y de la Geografía es que las primeras civilizaciones establecidas en los ríos Nilo, Éufrates y Tigris, e Indo estuviesen separadas en Este y Oeste, no en Norte y Sur. A esto hay que añadir que el Mar Mediterráneo se extienda también de Este a Oeste. Por ello, los escasos conocimientos geográficos de los primeros pueblos civilizados encontraron menos dificultad para propagarse en dirección Este-Oeste que en dirección Norte-Sur. Sobre esta base parece razonable, pues, imaginar el Universo-caja como mucho más alargado de Este a Oeste que de Norte a Sur.

Los griegos, en cambio, demostraron poseer un sentido mucho más desarrollado de las proporciones geométricas y de la simetría al concebir la Tierra como un disco circular, con Grecia, naturalmente, en el centro. Este disco plano estaba formado en su mayor parte por tierra firme, con un borde de agua a partir del cual el Mar Mediterráneo penetraba hacia el centro.

Hacia el año 500 a.C., Hecateo de Mileto (del cual se desconocen las fechas de nacimiento y muerte), el primer geógrafo científico entre los griegos, estimó que el disco circular debía tener un diámetro de unos 8.000 kilómetros como máximo, lo cual suponía unos 51.000.000 de kilómetros cuadrados para la superficie de la Tierra plana. Por muy grande, e incluso enorme, que les pareciera esta cifra a los contemporáneos de Hecateo, lo cierto es que no representa más que una décima parte de la superficie real de la Tierra.
¿Cómo se sostenía en Universo-caja en un sitio fijo? Si todos los objetos pesados caen hacia abajo, ¿por qué no ocurre entonces lo mismo con la Tierra?
Se supone que el material del que está compuesta la Tierra plana, el suelo que pisamos, se extiende hacia abajo sin límite. Pero en este caso nos vemos enfrentados de nuevo con el concepto de infinito. Imaginemos entonces que la Tierra esté apoyada sobre algo. Los hindúes, por ejemplo, la concebían sostenida por cuatro pilares.
Surge entonces otra pregunta. ¿Sobre qué se apoyaban los cuatro pilares? ¡Sobre elefantes! ¿Y sobre qué descansaban estos elefantes? ¡Sobre una tortuga gigantesca! ¿Y la tortuga? Nadaba en un océano gigantesco. ¿Y este océano...?
En resumen, la hipótesis de una Tierra plana, aunque parezca de sentido común, planteaba de un modo inevitable dificultades filosóficas sumamente serias.

La forma de la Tierra I

Si nos situamos alrededor del año 600 a.C, nos daríamos cuenta que todo el Universo que se conocía en aquellos tiempos se reducía a un trozo de tierra plana y no demasiado extensa, que es lo que, más o menos, el hombre de nuestros días sigue siendo capaz de percibir de una forma directa: un trozo de tierra plana.

En el año 600 a.C., acababa de caer el Imperio Asirio. En su época de máximo auge había abarcado una longitud máxima de unos 2.200 kilómetros. Se extendía desde Egipto hasta Babilonia. Este imperio no tardó en ser reemplazado por otro, el Persa, que abarcó una longitud máxima de 4.800 kilómetros, desde Cirenaica hasta Cachemira.

Sin duda, las gentes que vivían en esos imperios carecían de toda noción sobre la extensión de los dominios; se contentaban simplemente con vivir y morir en su tierra y, con motivo de celebraciones señaladas, desplazarse desde su aldea a la vecina. No ocurriría lo mismo con los mercaderes y soldados, quienes seguramente sí tenían alguna idea de la inmensidad de estos imperios y de la extensión, aún mayor, de las tierras que quedaban más allá de sus fronteras.
En los imperios de la antigüedad tuvo que haber hombres que se ocuparan de los sería considerado el primer pronlema cosmológico que se le plantea al erudito: ¿Tiene la Tierra un fin?

Todos los hombres que vivieron antes de los tiempos de los griegos admitieron que la Tierra era plana. Si algún ser humano anterior a los griegos pensó de otra manera, su nombre no ha llegado hasta nuestros días, ni su pensamiento ha logrado sobrevivir.

Ahora bien, si la Tierra fuese plana, tendría un fin. La alternativa es que fuese una superficie plana sin fin, es decir, infinita. Pero este concepto es muy molesto: a lo largo de la historia, el hombre ha tratado siempre de rehuir el concepto de infinitud como algo imposible de entender.

Entonces, si la Tierra tuviese un fin, surgirían otras dificultades. ¿No se caería la gente al acercarse demasiado a él?

También podría suceder que la Tierra se hallase completamente rodeada de océanos, de forma que nadie pudiera aproximarse al fin, a menos que tomase un barco y navegara hasta perder de vista el continente, y más allá. Aún en tiempos de Colón esta idea constituía un motivo de pánico para muchos marineros.

Sin embargo, la idea de una barrera acuática protectora planteaba otro problema. ¿Qué impedía que el océano se derramase por los bordes, dejando la Tierra en seco? Un solución sería que el cielo fura un coraza resistente como así parece a simple vista, y que descendiera hasta unirse con la tierra por todas partes, como parece ocurrir. Entonces el Universo sería una especie de caja cuyos lados y parte superior abombados estuviesen constituídos por el cielo, mientras que el fondo plano fuesen los mares y la tierra firme sobre los que viven y se mueven el hombre y los demás seres.
Pero, ¿qué forma y tamaño tendría este Universo-caja?

Isaac Newton

Isaac Newton nació en Inglaterra el mismo año en que murió Galileo. Newton (1642 - 1727) estaba llamado a asentar la astronomía de Copérnico y Kepler sobre unos cimientos matemáticos sólidos.

Newton desarrolló herramientas matemáticas aptas para el análisis de los movimientos planetarios, que lo llevaron a desarrollar la teoría de la gravitación universal. Newton vio que bajo las leyes keplerianas sobre el movimiento planetario subyacía la gravedad.

Además, mostró cómo las leyes que rigen el universo gobiernan también los objetos de la vida cotidiana con ligeras modificaciones.

Newton reunió sus ideas en Los principios matemáticos de la filosofía natural, más conocidos por la abreviatura de su título en latín, los Principia. Publicado en 1687, este libro sentó las bases para toda la ciencia física hasta el siglo XX. Físicos y astrónomos no encontraron limitaciones a la visión newtoniana del universo hasta la aparición de la teoría de la relatividad en la primera década de ese siglo.

El gran sistema del mundo newtoniano podría compararse con una maquinaria inmensa que funcionara con la regularidad de un aparato de relojería, comprensible y predecible. El rigor matemático de los Principia marginó de forma definitva los últimos retazos de la astronomía antigua y abrió un universo infinito al descubrimiento.


miércoles, 10 de octubre de 2007

Galileo Galilei

Otro copernicano, el italiano Galileo Galilei (1564 - 1642), se convirtió en 1609 en la primera persona que usó un telescopio para estudiar los cielos. Sus descubrimientos fueron espectaculares: cráteres y montes en la Luna, los cuatro satélites principales de Júpiter, manchas sikaresm kas fases de Venus y la naturaleza estelar de la Vía Láctea. Galileo publicó en marzo de 1610 El mensajero sideral, donde detallaba sus primeras observaciones a través del telescopio. Con ello asombró a los astrónomos de todo el mundo.

Pero los hallazgos de Galileo entraban en conflicto con la visión geocéntrica del universo defendida por la Iglesia, porque se ajustaban mucho más al modelo copernicano que al tolemaico. Algunos representantes eclesiásticos rechazaron la existencia de los satélites de Júpiter, y hasta se negaron a observar a través del telescopio. En un juicio celebrado en Roma en 1633, Galileo fue declarado culpable de "sostener y enseñar" la doctrina copernicana, y fue obligado a renunciar a sus creencias. Pasó los últimos nueve años de su vida bajo arresto domiciliario.

Johannes Kepler

A pesar de la exactitud de las observaciones de su autor, el modelo híbrido de Tycho atrajo aún menos partidarios que el copernicano. Tycho contrató en Praga a un asistente, el astrónomo y matemático alemán Johannes Kepler (1571 - 1630). Kepler se contaba ya entre el creciente número de copernicanos y, a la vez, poseía una fecunda imaginación matemática que le permitía distinguir regularidades en los números. Kepler creía que estas regularidades podían revelar los secretos del universo, porque toda la naturaleza posee armonías subyacentes que sólo pueden expresarse con las matemáticas.

Kepler se enfrentó a las observaciones de Marte obtenidas por Tycho con la intención de ajustar su movimiento mediante una circunferencia copernicana. Fracasó una y otra vez. El gran salto creativo de Kepler consistió en abandonar los círculos y sustituirlos por elipses, que encajaban perfectamente con las observaciones. El carácter elíptico de las órbitas es la primera de las tres leyes del movimiento planetario enunciadas por Kepler.

Kepler descubrió también que una línea trazada desde el Sol hasta un planeta barre áreas a un ritmo regular a medida que el planeta se desplaza. Su tercer descubrimiento lo hechizó. Consistía en que el cuadrado del período orbital de un planeta (medido en años) es igual al cubo de su distancia media al Sol (en unidades de la distancia Sol-Tierra). Para un astrónomo o un matemático sería difícil hallar una armonía más simple y poderosa que ésta.

martes, 9 de octubre de 2007

Tycho Brahe

Las ideas copernicanas se difundieron despacio. Al principio fueron pocos los conversos, y uno de los escépticos más importantes fue el astrónomo danés Tycho Brahe (1546 - 1601). Tycho comprobó durante su juventud que las ideas de los antiguos sobre la inmutabilidad del cosmos estaban equivocadas, y se propuso obtener las observaciones más exactas jamás realizadas, con el fin de reconstruir la astronomía partiendo de cero. El observatorio que levantó en una isla del Báltico, Uraniborg ("Castillo de las Estrellas"), fue la instalación astronómica más avanzada de su época y en ella amasó desde 1576 hasta 1597 un tesoro de observaciones precisas mucho más completo que cualquier otro de la antigüedad. Luego se estableció en Praga, donde desarrolló un modelo cosmológico que combinaba ideas de Tolomeo y de Copérnico. En el universo de Tycho, los planetas orbitan alrededor del Sol, mientras que el Sol gira en torno a una Tierra estacionaria.

Copérnico

Tras la muerte de Tolomeo hacia el año 150, la astronomía occidental queda dormida durante más de mil años. Aparte de la labor de los astrónomos árabes, nada nuevo ocurrió en el panorama astronómico hasta que, en el siglo XVI, un astrónomo europeo propuso una teoría radical que rompió con el pasado.

A mediados del siglo VII surgió un imperio árabe en cuyo seno floreció la astronomía durante siglos. El trabajo de Tolomeo fue traducido a su lengua y estudiado por astrónomos árabes que lo refinaron con instrumentos muy mejorados.

Aunque los árabes no abrieran nuevas vías, se mantuvieron durante muchos años muy por delante de los observadores del cielo de la cristiandad. En los países cristianos la Iglesia había adoptado el modelo de Tolomeo y había centrado su atención en proteger y ampliar su control sobre la teología, la política y la enseñanza.

El hombre que volvió a poner la asronomía en marcha fue Nicolás Copérnico (1473 - 1543), natural de Polonia, quien se incorporó a la Iglesia tras estudiar astronomía y matemáticas. Movido quizá por la insatisfacción que le infundía la artificiosidad del modelo tolemaico, decidió revisarlo. Su gran síntesis, Sobre las revoluciones de los orbes celestes, apareció en 1543.
Copérnico conservó en su sistema muchos rasgos tolemaicos, como las órbitas circulares y los epiciclos, pero introdujo un cambio revolucionario al colocar al Sol en el centro del universo y hacer que la Tierra y el resto de planetas se movieran a su alrededor rodeados por un gran mar de estrellas.

Los primeros telescopios

A finales de 1609, el científico italiano Galileo Galilei oyó hablar de un invento holandés consistente en dos lentes colocadas en un tubo que permitían observar los objetos lejanos como si estuvieran cerca.

Galileo talló sus propias lentes y fabricó un telescopio que apuntó al cielo. Este refractor era más tosco que el par de prismáticos más barato de hoy en día, pero abrió un mundo nuevo a medida que Galileo fue logrando con él cada día nuevos hallazgos.

Isaac Newton, en 1672, desarrolló en Inglaterra un nuevo tipo de telescopio, el reflector. Al reemplazar la lente por un espejo se evitaban algunos defectos ópticos muy molestos presentes en los telescopios refractores, lo que allanó el terreno para los telescopios reflectores gigantes de la actualidad.



viernes, 5 de octubre de 2007

La astronomía en Grecia II

Aristarco, en el siglo III a.C., rompió con la tradición al proponer un universo centrado en el Sol, pero su modelo cósmico, tan radical, fue ridiculizado y luego olvidado. También intentó medir los tamaños del Sol y la Luna, así como sus distancias a la Tierra, pero su esfuerzo no dio resultado por la tosquedad de la instrumentación de la época.

El mayor astrónomo de la antigüedad fue Hiparco, del siglo II a.C. Midió con exactitud la distancia entre la Tierra y la Luna y dedujo un valor de 29,5 diámetros terrestres, muy cerca del valor verdadero, 30. Compiló el primer catálogo estelar conocido, e ideó el sistema de magnitudes estelares que aún se emplea para comparar el brillo de las estrellas. Pero su mayor hallazgo surgió al examinar observaciones estelares antiguas. Al comparar sus observaciones con registros anteriores halló diferencias que le permitieron descubrir la precesión, una oscilación lenta del eje terretre causada por la atracción gravitatoria de la Luna y el Sol.
El último gran astrónomo griego de la antigüedad fue Claudios Ptolemaios, conocido como Tolomeo. Vivió en Alejandría, Egipto, en el siglo II de nuestra era. Apoyándose en las observaciones de Hiparco, Tolomeo desarrolló una teoría matemática detallada para predecir los movimientos del Sol, la Luna, los planetas y las estrellas, bosada en un modelo de universo centrado en la Tierra. Su trabajo vio la luz como un libro conocido hoy por su título en árabe, el Almagesto.
Tolomeo y todos los astrónomos de la antigüedad consideraban que la perfección de los cuerpos celestes los obligaba a seguir solamente trayectorias con formas perfectas, o sea, circulares. El sistema tolemaico exige, por tanto, que todos los objetos se desplacen a velocidades constantes a lo largo de órbitas circulares. Hasta las observaciones más toscas evidencian que esto es falso, de manera que Tolomeo dotó a sus órbitas de epiciclos: circunferencias menores superpuestas a las principales. Además, permitió que algunas órbitas no estuvieran centradas exactamente en la Tierra.

La astronomía en Grecia I

Los antiguos griegos realizaron los primeros grandes avances en astronomía. Una serie de brillantes pensados observaron los cielos y recurrieron a principios geométricos, más que a creencias sobrenaturales, para explicar lo que veían. Con esto, rompieron la frontera entre astronomía y astrología.

Los primeros griegos, como la mayoría de los antiguos pueblos agrícolas, observaban el cielo y usaban sus movimientos para marcar el ritmo anual de sus actividades de cultivo. Como otras civilizaciones, crearon y nombraron constelaciones. Las primeras fueron quizá creadas entre los años 3000 a.C. y 2000 a.C. De esta forma llenaron el cielo con un libro de relatos mitológicos que servía a todo el mundo para recordar dioses y héroes.

En esta época gran parte de esta sabiduría provenía de Mesopotamia, que la transmitió casi intacta a los griegos. Al igual que sus antecesores de Mesopotamia, el conocimiento astronómico de los griegos debía estar cargado de símbolos religiosos y vaticinios astrológicos.

En un principio, la astronomía griega se dedicó a cuestiones exclusivamente prácticas. Los poetas Hesiodo y Homero escribieron sobre astronomía en el siglo VIII a.C. Los héroes homéricos Aquiles y Odiseo se servían de las Pléyades, Orión, Tauro, el Boyero, la Osa Mayor y Sirio para navegar y medir el tiempo. Y el poema de Hesiodo Los trabajos y los días describe un calendario agrícola controlado por la salida y puesta de varias constelaciones y estrellas.

A partir del siglo VI a.C., los pensadores griegos rompen tanto con las cuestiones astronómicas prácticas como con la mitología del pasado. Fueron más allá de la explicación metafísica de los movimientos celestes y propusieron argumentos basados en la geometría y las matemáticas. Las bases de la astronomía moderna quedaron establecidas en los 800 años que transcurrieron hasta la muerte de Ptolomeo en el año 150 de nuestra era. Los impulsores de esta revolución fueron griegos que vivieron en Jonia y el sur de Italia, cuyas ideas se enriquecieron por el contacto la astronomía y las matermáticas de Mesopotamia y Egipto gracias al comercio.

Tales, en el siglo VI a.C. viajó a Egipto para estudiar matemáticas. Predijo un eclipse de Sol en el año 585 a.C. y afirmó que la Tierra era esférica.

Pitágoras, otro jónico del siglo VI a.C., fue geómetra y místico. Propuso que el universo está compuesto de esferas cristalinas concéntricas que rodean la Tierra, anidadas como juegos de muñecas rusas. El Sol, la Luna, los planetas y las estrellas se movían cada uno en su propia esfera. Pitágoras creía además que está estructura producía una obsesiva música de las esferas a medida que unas giraban sobre otras. Eudoxo, en el siglo IV a.C., adoptó las esferas de Pitágoras e incorporó algunas más para describir ciertas irregularidades en los movimientos lunares y planetarios que eran obvias incluso con las toscas medidas de la época.
Aristóteles, en el siglo IV a.C. escribió sobre muchos asuntos y ejerció una influencia enorme. Mostró la esfericidad de la Tierra, pero seguía convencido de que ocupaba el centro del universo porque no veía que las estrellas cambiaran de posición aparente a largo del año, como sería de esperar si la Tierra girara alrededor del Sol. Hoy sabemos que las estrellas sí muestran este cambio, pero es tan minúsculo que no podía detectarse con los instrumentos de aquel tiempo. Escribió tratados sobre temas tan diversos como física, botánica, política, ética y arte, además de astronomía. Sus ideas geocéntricas sobre la naturaleza del universo fueron las dominantes durante dos mil años.

jueves, 4 de octubre de 2007

La astronomía en el Nuevo Mundo

Los astrónomos-sacerdotes de las civilizaciones maya y azteca realizaron amplias observaciones de los astros. Los mayas, que vivieron en el sur de México entre los siglos III a.C. y el IX de nuestra era, basaron su cosmología en la repetición de configuraciones entre las estrellas y los planetas. Especialmente asociaron a Venus con el dios de la lluvia.
Para los aztecas, que vivieron en lo que hoy es el centro de México durante dos siglos antes de la conquista española de 1520, Venus representaba al dios Quetzalcóatl, que era una serpiente emplumada que encarnaba la fuerza vital que surge de la tierra, el agua y el cielo. Eran necesarios sangrientos sacrificios para aplicar a este dios las cinco veces que desaparecía y aparecía Venus en su ciclo de ocho años.

Astronomía antigua II

Los descubrimientos arqueológicos nos enseñan que los primeros astrónomos-astrólogos aparecieron en Mesopotamia. Esta casta sacerdotal se dedicaba a estudiar los cielos nocturnos buscando augurios para los gobernantes.
La primera civilización mesopotámica importante fue la de Sumeria, que surgió en el cuarto milenio a.C. Idearon el arado, los vehículos con ruedas, los grandes proyectos de irrigación y la escritura. Acumular gran catidad de mitos celestes que pasaron a sus sucesores, babilonios y asirios.

Éstos desarrollaron, a partir del legado sumerio, una comprensión compleja de los cielos y sus patrones. Diseñaron calendarios para la siembre y consiguieron predecir los eclipses de Luna con exactitud. Inventaron también la medida de ángulos en grados.

Esta sabiduría pasó casi intacta de Mesopotamia a Grecia. Los griegos adoptaron el grado, importaron constelaciones como Auriga, Géminis, Leo, Capricornio, Sagitario, y se limitaron a traducir al griego sus nombres mesopotámicos.
Fuera de Mesopotamia, las otras civilizaciones desarrollaron también sus propios mitos celestes. En Egipto, los desbordamientos periódicos del Nilo controlaban la vida al fertilizar los campos. Los astrónomos-sacerdotes predecían los desbordamientos en la fecha en que Sirio salía justo antes que el Sol. Orión era Osiris, y la Vía Láctea representaba a la diosa Nut que daba a luz al dios del Sol, Ra.
En China, los astrónomos observaron con precisión las estrellas, los planetas, las supernovas y los cometas. Elaboraron lo que quizá sea el primer calendario del mundo sobre el año 1300 a.C. No distinguían tampoco entre astronomía y astrología: el emperador era considerado como un enlace entre el cielo y la tierra.

miércoles, 3 de octubre de 2007

Astronomía antigua I

La historia de la astronomía se remonta a la observación del cielo de nuestros antepasados hace 30.000 años, en la era glacial. Vivían de la caza y la recolección, y seguían las estrellas como a una presa. Ya predecían los cambios estacionales gracias a los cambios en el cielo.
En Europa se han encontrado calendarios lunares tallados en hueso hace más de 30.000 años. Al tener un contacto más estrecho con la naturaleza, nuestros antepasados percibían el camino diario del Sol y el paso de las estaciones.
Con la aparición de las primeras civilización hace unos 10.000 años en Mesopotamia, la observación del cielo recibió un gran impulso. Como los cultivos se rigen por las estaciones, el conocimiento de los ritmos celestes adquiere más importancia como medio para conocer las épocas idóneas para la siembra y la cosecha.
Las constelaciones más antiguas que han llegado hasta hoy pueden datar de aquellos tiempo. Las figuras de Leo, Tauro y Escorpio empezaron a mencionarse en incripciones mesopotámicas del tercer milenio antes de Cristo y señalaban puntos significativos en el recorrido anual del Sol por el cielo: la posición en que salía y se ponía al este y al oeste, además de las posiciones extremas al norte en verano y al sur en invierno que constituían momentos cruciales en el año agrícola.
Percibían también que el Sol y la Luna parece que se desplazan atravesando doce constelaciones destacadas, que más tarde recibirían el nombre de zodiaco. Decidieron que esa fuera la morada de las deidades solar y lunar. Había también otras cinco estrellas "especiales" que recorrían el zodiaco, y cada una se consideró la residencia de un dios. Hoy sabemos que se trataba de los planetas.
El zodiaco era también el lugar donde ocurrían los eclipses, sucesos poco frecuentes y muy temidos en los que la Luna se tornaba de un siniestro color cobre, o la luz del Sol se extinguía por un tiempo que se antojaría eterno para los observadores.

¿Qué es la astronomía?

La astronomía es la ciencia que estudia el cielo y tiene una historia de decenas de miles de años. Aún así, comprender el universo continúa siendo una necesidad tan viva en la actualidad como antiguamente, aunque los instrumentos y los métodos que utilizamos han cambiado.

La palabra astronomía viene del griego "clasificación de las estrellas".

Desde los tiempos más remotos el hombre siempre ha mirado al cielo buscando señales de los dioses, mientras los astrónomos-sacerdotes consultaba al cielo buscando augurios.
Hoy día, ambas cosas no podrían estar más separadas.