domingo, 30 de diciembre de 2007

El espectroscopio III

En los años comprendidos entre 1855 y 1863, los físicos Gustav Kirchhoff y Robert Bunsen (el inventor del mechero Bunsen) demostraron que los diversos elementos químicos producen las distintas series de líneas de Fraunhofer. Una noche vieron, desde la ventana de su laboratorio de Heidelberg, un incendio que hacía estragos en la ciudad portuaria de Mannheim, a dieciséis kilómetros al oeste. Usando su espectroscopio, detectaron las reveladoras líneas del bario y el estroncio en las llamas. Esto hizo preguntarse a Bunsen si podrían detectar elementos químicos en el espectro del Sol. "Pero -añadió- la gente pensaría que estamos locos en pensar tal cosa."

Kirchhoff era bastante loco como para intentarlo, y en 1861 había identificado sodio, calcio, magnesio, hierro, cromo, níquel, bario, cobre y cinc en el Sol. Se había hallado un nexo entre la física de la Tierra y la de las estrellas, y se abrió un camino a las nuevas ciencias de la espectroscopia y la astrofísica.

En Londres, un rico astrónomo aficionado llamado William Huggins se enteró del hallazgo de Kirchhoff y Bunsen de que las líneas de Fraunhofer eran generadas por elementos químicos conocidos del Sol, y comprendió de inmediato que sus métodos podían ser aplicados a las estrellas y las nebulosas. "Esta noticia es para mí como el descubrimiento de un manantial en una tierra seca y agostada", escribió. Huggins adoptó un espectroscopio al telescopio Clark de su observatorio privado, en Upper Tulse Hill, Londres. Estudiando cuidadosamente cada espectro hasta que pudo dar sentido a sus numerosas líneas superpuestas, logró identificar hierro, sodio, calcio, magnesio y bismuto en los espectros de las estrellas brillantes Aldebarán y Betelgueuse. Fue la primera prueba concluyente de que otras estrellas están compuestas de las mismas sustancias que encontramos en el sistema solar.

Con creciente excitación, Huggins dirigió su telescopio a una nebulosa. Su diario de año 1864 registra la sensación "de excitada incertidumbre, mezclada con algún temor, con que, después de unos momentos de vacilación, puse mi ojo en el espectroscopio. ¿No estaba por descubrir un lugar secreto de la Creación?". No se decepcionó:
Miré en el espectroscopio. ¡No había ningún espectro como el que yo esperaba! ¡Sólo una única línea brillante!... El enigma de las nebulosas estaba resuelto. La respuesta, que nos había llegado en la luz misma, decía: no hay una agrupación de estrellas, sino gas luminoso. Las estrellas como nuestro Sol y como las estrellas más brillantes darían un espectro diferente; la luz de esa nebulosa había sido emitida por un gas luminoso.
Puesto que esa primera nebulosa que observó Huggins era gaseosa, llegó a la errónea conclusión de que todas las nebulosas, incluidas las elípticas y las espirales, eran gaseosas y que ninguna estaba compuesta por estrellas.
Pero la vida pocas veces es simple, y las pruebas engañosas a favor de la hipótesis nebular continuaron acumulándose. Se hizo el mapa de las posiciones de cientos de nebulosas espirales y se halló que eran más numerosas en las partes del cielo que están muy distantes de la Vía Láctea, que "evitaban" la Vía Láctea, en la jerga astronómica. El efecto de evitación parecía indicar que las nebulosas espirales estaban asociadas a nuestra galaxia. (En realidad, la evitación resulta del hecho de que las nuebas oscuras que hay en el plano de nuestra galaxia oscurecen nuestra visión de las otras galaxias, de modo que vemos generalmente las que están lejos del plano galáctico.) La hipótesis nebular también se fortaleció en el campo teórico, cuando el astrofísico James Jeans demostró, con considerable rigor matemático, que una nube de gas que se contrae tiende a adoptar la forma de un disco, muy similar al de la nebulosa espiral. Jeans hasta logró que su modelo generase brazos espirales como los que se ven en las astrofotografías.
En ese momento la hipótesis nebular tenía tanto éxito que se apoderó de los astrónomos un síndrome de conformismo con la corriente de moda, y empezaron a ver lo que pensaban que debían ver. Uno anunció que había medido la paralaje de la espiral de Andrómeda. (La paralaje sólo es detectable hasta unos pocos cientos de años-luz; la galaxia de Andrómeda está a dos millones de años-luz.) Otro halló que examinando viejas fotografías podía discernir signos de movimiento circular en nebulosas espirales. (En realidad, las galaxias son tan grandes que ver girar una galaxia como la manecilla de los segundos de un reloj se mueve en un segundo exigiría tomar dos fotografías separadas por un intervelo de al menos cinco millones de años.)

sábado, 29 de diciembre de 2007

El espectroscopio II

Fraunhofer nació en el seno del sector más pobre de esta floreciente profesión. Fue el undécimo hijo de un ndigente maestro vidriero, quedó huérfano a los once años e hizo su aprendizaje con un tal Philipp Weichselberger, un vidriero de pocas luces de Munich, quien le hacía trabajar en exceso, le pagaba miserablemente, le subalimentaba y no le educaba. El 21 de julio de 1801, el deteriorado edificio que contenía la casa y el taller de Weichselberger se desplomó, y Fraunhofer, el único superviviente, finalmente fue sacado de sus restos. Su rescate fue una noticia que tuvo difusión, y su situación difícil atrajo la atención de Maximiliano José, elector de Baviera, quien visitó al muchacho herido en el hospital y quedó impresionado por su inteligencia y su carácter alegre. El elector le regaló a Fraunhofer dieciocho ducados, suma suficiente para comprar una máquina que trabajase el vidirio y libros, así como para eludir lo que faltaba de su aprendizaje. Una vez libre, Fraunhofer nunca dejó de prosperar. Tenía un instinto para lo esencial, y sus intensas investigaciones sobre las características básicas de diversos tipos de vidrios pronto le hicieron ganarse la fama de ser el primer fabricante de lentes para telescopios del mundo.

Fraunhofer empezó usando las líneas espectrales como fuentes de luz monocromática para sus experimentos dirigidos a mejorar la corrección cromática de sus lentes, pero pronto se sintió fascinado por las líneas mismas. "Vi con el telescopio -escribió- un número casi incontable de rayas verticales fuertes y débiles, más oscuras que el resto de la imagen de color. Algunas parecían totalmente negras. Detectó centenares de tales rayas en el espectro del Sol, y halló regularidades idénticas en los espectros de la Luna y los planetas, como era de esperar, pues estos cuerpos brillan por la luz solar que reflejan. Pero cuando dirigía su telescopio a otras estrellas, sus líneas espectrales parecían muy diferentes. La significación de esta diferencia era un misterio.

Fraunhofer murió el 7 de junio de 1826, a los treinta y nueve años, de tuberculosis, dejando como legado las misteriosas líneas de Fraunhofer. En 1849, León Foucault en París, y W. A. Miller en Londres hallaron líneas brillantes que coincidían con las líneas oscuras de Fraunhofer. Hoy unas y otras son conocidas, respectivamente, como líneas de emisión y líneas de absorción, y tienen en la espectroscopia un papel tan importante como los fósiles en la geología, pues dan información sobre la temperatura, la composición y los movimientos de las nebulosas gaseosas y las estrellas.

El espectroscopio I

Dos escuelas de pensamiento sobre la naturaleza de las nebulosas elípticas predominaron en el siglo XIX.

Una de ellas, la teoría del "universo-isla" de Kant y Lambert -la expresión es de Kant-, sostenía que nuestro Sol es una de muchas estrellas de una galaxia, la Vía Láctea, y que hay muchas otras galaxias, que vemos a través de grandes extensiones de espacio como nebulosas espirales y elípticas. La otra, la "hipótesis nebular", afirmaba que las nebulosas espirales y las elípticas son torbellinos de gas que se condensan para formar estrellas, que están cerca y son relativamente pequeñas. La hipótesis nebular también se había originado en Kant, pero comúnmente era llamada "laplaciana", en honor al matemático francés Pierre-Simon de Laplace, quien había publicado una explicación detallada de cómo el Sol y los planetas podían haberse condensado a partir de una nebulosa arremolinada. Ambas teorías eran en cierta medida correctas -algunas nebulosas, en efecto, son nubes gaseosas que forman estrellas, pero había una comprensible tendencia a suponer que una sola teoría explicaría todos los tipos de nebulosas, y este supuesto alimentó la confusión.

Las pruebas de observación parecían favorecer la hipótesis nebular. Muy espectacular fue el descubrimiento por William Parsons, tercer conde de Rosse, de que algunas nebulosas elípticas presentan una estructura espiral. Lord Rosse, que empleaba un telescopio reflector de 1,80 metros que era en aquel entonces el mayor del mundo, en realidad veía galaxias espirales, pero se pensaba que sus observaciones apoyaban la hipótesis nebular, con su visión de estrellas que se condensan a partir de torbellinos de gas. Esta impresión se reforzó cuando las fotografías tomadas por Isaac Roberts en Inglaterra en la década de 1880-1890 revelaron que la mayoría de las nebulosas elípticas son espirales; cuando se presentaron las fotografías de Roberts en la Real Sociedad de Astronomía, en Londres, en 1888, se dijo que los espectadores cultos se quedaron boquiabiertos ante las pruebas fotográficas que "hicieron visible la hipótesis nebular". Esta hipótesis ganó aún más aceptación cuando fotografías de largo tiempo de exposición tomadas por James Keeler en el observatorio Lick de California en la década de 1890-1900 indicaban que hay una gran cantidad de nebulosas espirales. Keeler calculaba que más de cien mil nebulosas espirales estaban dentro del alcance del telescopio de Lick. Parecía plausible que hubiese cientos de miles de nuevos sistemas solares, considerando la multitud de soles que adornan la Vía Láctea, pero era pedir demasiado a la credulidad imaginar que pudiese haber centenares de miles de galaxias, cada una con miles de millones de estrellas.
Finalmente se resolvió el enigma, no mediante el telescopio o la cámara solamente, sino combinando ambos con el espectroscopio, que revelaría de qué están hechas las estrellas y las nebulosas, algo que el filósofo Auguste Comte, todavía en 1844, citaba como ejemplo de un conocimiento que nunca llegaría a tener la mente humana.
El nacimiento de la espectroscopia data de 1666, cuando Newton observó que la luz blanca del Sol, al pasar por un prisma, produce un arco iris de colores. En 1802, el físico inglés William Wollaston descubrió que si colocaba una fina ranura frente al prisma, aparecían en el espectroscopio una serie de rayas oscuras paralelas, como las grietas entre las teclas del piano. Pero Wollaston dejó el experimento de lado, y la elevación de la espectroscopia al rango de ciencia exacta quedó para un pobre adolescente enjuto con una tos persistente, que, cuando Wollaston hizo su descubrimiento, estaba en un hospital recuperándose de heridas sufridas en el derrumbe de un taller de óptica donde trabajaba en los suburbios de Munich. Su nombre era Joseph Fraunhofer, y su suerte estaba por mejorar.
La óptica a comienzos del siglo XIX era una industria en crecimiento. La pasión de Napoleón Bonaparte por los mapas y los catalejos había obligado a los topógrafos y los generales a encargar telescopios y teodolitos portátiles, y las investigaciones de William Herschel y su hijo John, que habían hecho el mapa estelar de los cielos meridionales desde un observatorio del cabo de Buena Esperanza, habían inspirado el interés por los grandes telescopios entre los entusiastas que deseaban contemplar las maravillas del espacio profundo y los escépticos que querían poner a prueba las afirmaciones de Herschel. Prosperó una nueva clase de artesanos: los ópticos, enconadamente competitivos, encarnizadamente innovadores, tan duros como el bronce y el vidrio que trabajaban y tan excéntricos como los científicos e ingenieros a los que servían. Un personaje típico de esta clase era Jesse Ramsden de Londres, un perfeccionista que trabajaba duranmente en sus proyectos hasta lograr su meta, por mucho tiempo que le llevase; el círculo de 2,43 metros para la medición de la altura que construyó para el observatorio Dunsink de Dublín, que se reconocía como una obra maestra, fue entregado veintitrés años después de expirar el plazo de entrega que fijaba el contrato.
Si los ópticas esperaban ser tratados como artistas, esto es lo que eran muchos de ellos. Alvan Clark, el gran constructor norteamericano de telescopios, prosperó como pintor de retratos antes de cambiar de profesión, y construyó los que aún se consideran los más bellos telescopios refractores del mundo. Hombre de vista sumamente aguda, se decía que Clark era capaz de disparar seis balas de rifle "a una tabla distante con tal precisión que cualquiera habría dicho que sólo se había disparado una bala" y de detectar sopladuras y ondulaciones en el vidrio invisibles para los mortales comunes.

martes, 25 de diciembre de 2007

Los prismáticos II

La mayoría de los prismáticos de 7 aumentos ofrece un campo de vista de 7 grados, suficiente para abarcar la caja del Carro en la Osa Mayor (Ursa Major), o toda la Cruz del Sur (Crux). Los modelos de 10 o más aumentos poseen campos de visión menores, tal vez de 5 grados, todavía adecuados para proporcionar imágenes impresionantes del cielo.
Algunos prismáticos tienen marcado el campo que cubren en grados, aunque en ocasiones no lo dan en grados, sino en metros abarcados a 1000 m de distancia. En estos casos, divídase el campo que abarcan a 1000 m entre 17,5 para obtener el campo en grados. En el ejemplo anterior, el campo es de unos 7 grados.
Hay prismáticos dotados de oculares de campo amplio que proporcionan campos mayores de lo normal, quizá 7 ó 10 grados para modelos de 10 aumentos. La calidad de imagen se resiente a veces en estos modelos, que muestran estrellas distorsionadas en los bordes del campo. Estos oculares suelen reducir también el relieve ocular. Si se buscan unos prismáticos con un relieve ocular cómodo, campo amplio e imágenes de calidad, hay que pagar precios más altos.

Existen dos tipos de prismas para binoculares. Los prismas de Amici dan al aparato la forma de una H con lados rectos. Los prismas de Porro confieren a los gemelos el perfil clásico en zigzag, o en forma de N. Para usos astronómicos suelen ser preferibles los prismas de Porro. Los modelos baratos dotados de prismas de Amici pueden inducir molestos destellos en forma de puntas en las estrellas brillantes, aunque los modelos de calidad dan buenos resultados. Los binoculares con prismas de Porro fabricados en vidrio BAK4 ofrecen campos mejor iluminados que los producidos con el vidrio BK7, más barato.

Los prismáticos ofrecen imágenes mejores cuanto más estables se sostengan. Así, podrán apreciarse estrellas más débiles y detalles más finos. La manera más simple para asegurarse de ello consiste en sentarse en un sillón y apoyar los codos en los brazos del asiento sosteniendo los binoculares entre las manos. Una alternativa mejor consiste en acoplar los prismáticos a un trípode fotográfico, siempre que el trípode sea lo bastante sólido. Los trípodes ofrecen firmeza, pero dificultan la observación de las áreas más altas del cielo. Para obtener vistas cómodas de las regiones más elevadas, pueden buscarse soportes con brazos voladizos, que sostengan los prismáticos apartados de la vertical del trípode, de manera que el observador pueda colocarse debajo de los binoculares.

Los trípodes resultan imprescindibles para binoculares que alcancen las proporciones de 11 X 70. Pero los modelos más pequeños también ofrecen vistas mejores cuando se apoyan en trípodes.
Los cúmulos estelares constituyen objetos ideales para observar con prismáticos. Éste es el Joyero, justamente famoso por el atractivo contraste de colores de sus miembros, concentrados en un cúmulo con forma de A. La contemplación de este objeto mejora con prismáticos grandes, de entre 10 y 20 aumentos.

domingo, 23 de diciembre de 2007

Los prismáticos I

Si se desea contemplar las maravillas del cielo más de cerca, los prismáticos ofrecen un billete económico a las estrellas. Son más baratos y más sencillos de usar que un telescopio de grandes aumentos.

Los telescopios son el símbolo de la observación astronómica. Pero, sorprendentemente, la mayoría de los aficionados con experiencia recomienda no adquirir un telescopio como primera pieza del equipo. Aunque los telescopios ofrezcan grandes aumentos, esa misma potencia dificulta apuntar con ellos. Con prismáticos resulta muy fácil localizar objetos celestes, gracias a sus aumentos reducidos, amplio campo de visión y a que muestran imágienes derechas. Si se dedica un año a explorar el cielo con prismáticos se adquiere una preparación mejor para encontrar más tarde los objetos con un telescopio.
Muchos aficionados principiantes se sorprenden de la cantidad de objetos que pueden verse con prismáticos. Las observaciones con prismáticos y desde un lugar oscuro ponen a nuestro alcance cúmulos estelares brillantes, bastantes nebulosas, varias galaxias (entre ellas la bella galaxia de Andrómeda) y muchas regiones repletas de estrellas a lo largo de la Vía Láctea.

Los prismáticos portan identificaciones numéricas del tipo 7 X 50. El primer número representa los aumentos (en el ejemplo, 7). Hay modelos que ofrecen hasta 16 ó 20 aumentos, pero tanta potencia acarrea inconvenientes, porque el campo de visión se reduce y dificulta localizar objetos, y la vibración de las manos emborrona las imágenes.
El segundo número corresponde a la abertura de las lentes frontales, en milímetros. En comparación con modelos más pequeños de 35 ó 42 mm de abertura, los binoculares de 50 mm ofrecen imágenes más luminosas, algo fundamental cuando se persiguen objetos débiles en el cielo nocturno. Aunque el mercado ofrece prismáticos mayores, con lentes de hasta 60 y 80 mm, son muy pesados y cuesta sostenerlos.

La mejor elección consiste en un par de 7 X 50 o de 10 X 50. Ambos ofrecen un buen equilibrio entre aumento, luminosidad de la imagen y ligereza. Hay que evitar los prismáticos de foco fijo y los que poseen aumentos variables (zoom), porque ofrecen imágenes de calidad insuficiente cuando se trata de observar objetos de aspecto puntual como las estrellas.
Los prismáticos más grandes portan especificaciones 11 X 70, 20 X 80 o incluso 25 X 100. No suponen una buena elección para principiantes debido a su coste, comparable al de un telescopio pequeño, y por la dificultad de su manejo. Pero ofrecen panorámicas del cielo que colman la vista, y los observadores serios deberían considerarlos como una alternativa.
Una especificación muy importante para muchos usuarios es el relieve ocular, esto es, la distancia que debe mediar entre los ojos y los oculares para ver el campo completo. Los observadores que usen gafas para ver de lejos pueden encontrar más cómodo llevarlas puestas durante la observación con prismáticos. En ese caso hay que elegir binoculares al menos 18 ó 20 mm de relieve ocular, y con oculares terminados en solapas de goma replegables. Los modelos con estas características dejan bastante espacio entre el ocular y el ojo para que éste quede a la distancia adecuada para ver todo el campo, incluso con las gafas superpuestas. Si no se usan gafas, al extender las solapas de goma los ojos quedan de nuevo a la distancia correcta.

Observar las estrellas bajo un cielo oscuro

Las luces urbanas no apantalladas esparcen un halo luminoso por encima de todas las ciudades y los pueblos. Por fortuna, a la Luna y los planetas no les afecta esta polución lumínica y siguen siendo objetivos estupendos para los observadores aficionados urbanos. Las mejores vistas de los planetas se obtienen en noches de buena visibilidad, cuando el aire está libre de turbulencias y reverberación térmica.

Para observar en buenas condiciones la Vía Láctea, sus cúmulos estelares y nebulosas, y las débiles galaxias que se hallan más allá, hay que planear viajes a lugares alejados de las luces urbanas. Las noches sin bruma y sin Luna (en torno a la fase nueva) son las mejores, porque la Luna puede impedir la visión de objetos débiles tanto como el alumbrado de las ciudades.
El resplandor de la iluminación artificial propia de la civilización moderna impone muchas barreras a la contemplación del cielo. La escala del problema resulta evidente en esta imagen obtenida desde un satélite que muestra una vista nocturna de Eurasia y el norte de África. Pocos lugares pueden calificarse de verdaderamente oscuros en las regiones con mayor densidad de población. Las manchas rojas corresponden a las llamas que se producen en los campos petrolíferos, mientras que las violetas indican incendios forestales.

jueves, 20 de diciembre de 2007

William Herschel IV

Herschel era a veces asombrosamente agudo. A la nebulosa de Orión, una maraña de gas condensado situada a 1.600 años-luz de la Tierra, la llamó "el material caótico de soles futuros", exactamente lo que es. Sostenía que el Sol pertenece a un vasto cúmulo de estrellas -una galaxia, como diríamos hoy- e intentó trazar sus límites contando estrellas de diversas magnitudes en variadas direcciones del cielo. Este intento fracasó, debido al hecho de que la magnitud aparente no es un indicador fiable de la distancia de las estrellas y a la presencia de nebulosas oscuras en la Vía Láctea que Herschel tomó erróneamente por espacio vacío. No obstante esto, queda en pie el hecho inspirador de que un oboísta con un telescopio hecho a mano emprendió en el siglo XVIII un proyecto científicamente defendible que aspiraba a hacer un mapa estelar de la extensión de toda la Vía Láctea.

Herschel estudió también otras galaxias, en particular la gran nebulosa de Andrómeda, de la cual supuso, correctamente, que brillaba con "el resplandor unido de millones de estrellas". Hasta observó que la parte central de Andrómeda era de "un tenue color rojo". En efecto, la región central de esta gigantesca galaxia tiene un matiz un poco más cálido que el disco circundante, pues consiste en viejas estrellas rojas y amarillas, mientras que en el disco predominan las jóvenes estrellas azules, pero parece increíble que esta diferencia, que sólo fue verificada en el siglo XX, pueda haber sido detectada por un astrónomo del siglo XVIII. Y aun siendo Herschel quien era, uno a veces se asombra.

Pero el legado más importante de Herschel no son tanto sus conclusiones, correctas o equivocadas, como su enfoque proféticamente moderno de la astronomía del espaio profundo. En una época en que la mayoría de los astrónomos se dedicaban a observar los planetas a través de los estrechos campos de los telescopios refractores, Herschel cosechaba grandes cantidades de luz antigua, proveniente de nebulosas y galaxias distantes. Mientras aquéllos refinaban sus cálculos de distancias dentro del sistema solar hasta el segundo lugar decimal, él trataba de hacer el mapa de multitud de estrellas del espacio intergaláctico. Mientras los primeros usaban las estimaciones de la velocidad de la luz para ajustar sus cálculos de las órbitas de los satélites de Júpiter, él veía -y lo comprendió- tan lejos en el espacio como para contemplar el universo tal como era hace millones de años en el pasado. El uso de Herschel de los grandes telescopios reflectores para comprender lo que él llamaba "la construcción de los cielos" quizá fuese técnicamente precipitado, pero presagió los métodos de los astrónomos del siglo XX, quienes harían realidad sus sueños. Para Kant y Lambert, la cosmología había sido principalmente interna; Herschel la sacó al exterior.
Sustentado por su amor a lo que él llamaba "esta magnífica colección de estrellas" en que vivimos, Herschel siguió trabajando hasta el fin. "Lina, hay un gran cometa -le escribió a su hermana Caroline el 4 de julio de 1819-. Quiero que tú me ayudes. Ven a comer y pasa el día aquí. Si puedes venir poco después de la una, tendremos tiempo de preparar mapas y telescopios. Vi su situación la noche pasada; tiene una larga cola." En ese momento tenía ochenta años, y aún trabajaba cuando murió, dos años más tarde.

miércoles, 19 de diciembre de 2007

William Herschel III

Con el ardor de un poseso, Herschel permanecía al telescopio prácticamente toda noche despejada del año, durante toda la noche, tomándose sólo unos pocos minutos cada tres o cuatro horas para entrar en calor o, como le ocurrió una noche en que la temperatura bajó a 11 grados bajo cero, para buscar una herramienta a fin de romper el hielo que se había formado sobre su tintero. Durante los intermedios de los conciertos que dirigía en Bath corría a observar por el telescopio. Cuando el cielo estaba nublado, él y Caroline esperaban, con la esperanza de que el tiempo cambiase. "De no haber sido por una noche nublada o con luz de luna, no sé cuándo él y yo hubiésemos dormido algo", escribió Caroline en su diario. Cuando se mudaron a Datchet, a una casa húmeda y malsana, tan cerca del Támesis que a menudo se inundaba el patio, Herschel vadeaba el agua y trepaba hasta el ocular del telescopio, evitando un constipado frotándose cebolla en las manos y la cara. "Tiene una constitución excelente -escribió Caroline-, y no piensa nada más que en los cuerpos celestes."

El método preferido de observación de Herschel consistía en "barrer" el cielo. Con una capucha negra para impedir que cualquier luz extraviada deslumbrase sus ojos dilatados y habituados a la oscuridad, movía el telescopio a través de un sector del cielo, deteniéndose para observar la situación de objetos interesantes, luego movía el telescopio ligeramente en dirección perpendicular y volvía atrás por un camino adyacente. De diez a treinta de tales oscilaciones constituían lo que él llamaba un "barrido", y registraba cada uno de ellos en un "Libro de barridos". Este era hacer de necesidad virtud; su telescopio carecía del montaje ecuatorial y los recursos de relojería que se emplean hoy para compensar la rotación de la Tierra y mantener sin esfuerzo la visión de un solo objeto. Su gran ventaja fue que estimuló a Herschel a memorizar franjas enteras del cielo; el más importante mapa estelar del hemisferio norte de fines del siglo XVIII quizá no existió en las páginas de un atlas estelar, sino en la mente de Herschel.

A este conocimiento del cielo debió Herschel su descubrimiento, la noche del 13 de marzo de 1791, del planeta Urano. Urano había sido observado docenas de veces antes, por Bradley, Flamsteed y otros, pero siempre se lo había tomado erróneamente por una estrella. Pero la enciclopedia del cielo nocturno que era la cabeza de Herschel comprendió pronto que no se trataba de una estrella. Al principio, tomó el pequeño punto verde por un cometa, erróneamente, pero el astrónomo real Nevil Maskelyne calculó su órbita y estableció que debía ser un planeta, situado mucho más allá de Saturno. De golpe, Herschel había duplicado el radio del sistema solar conocido. La fama que el descubrimiento dio a Herschel hizo que se le eligiese miembro de la Royal Society, se le otorgase una pensión y fuese nombrado astrónomo del rey Jorge III, a quien se había acusado de la derrota ante la revolución norteamericana y sufría a la sazón una depresión nerviosa; debe de haberse sentido agradecido de recibir alguna buena noticia.

Se le concedió a Herschel un subsidio real de 4.000 libras para construir y disponer del que sería por aquel entonces el mayor telescopio del mundo. Con sus propios fondos ya había logrado construir un reflector de 6 metros de largo, con un espejo de 50 centímetros de diámetro, pero había claros signos de que había empleado hasta el límite de recursos privados. Más inquietante fue el episodio del molde de estiércol de caballo. Herschel quería fundir un espejo de por lo menos 90 centímetros de diámetro, con el triple del poder recolector de la luz del de 50 centímetros. Ninguna fundición quiso realizar ese proyecto sin precedentes, de modo que Herschel resolvió hacerlo él mismo, en el sótano de su casa del 19 de New King Street, en Bath. Construyó un molde barato de lo que Caroline describió con resignación como "una inmensa cantidad" de estiércol de caballo. Ella, William y su hermano Alex se turnaron para machacar el estiércol, ayudados por el amigo de ellos William Watson de la Royal Society. Finalmente llegó el día de, como decía Herschel, "fundir el gran espejo". Al principio todo fue bien, pero luego el molde se agrietó por el intenso calor y el metal fundido se derramó por el suelo, haciendo explotar las baldosas y arrojándolas al techo. El grupo huyó al jardín, perseguido por un charco en rápida expansión de metal líquido. Herschel se refugió en una pila de ladrillos que se derrumbó. Había llegado a los límites prácticos de la construcción de telescopios como aficionado.

Por ello fue construido el más grande telescopio del mundo con el dinero del rey, por un equipo de trabajadores bajo la dirección de Herschel. Tenía un espejo de 1,22 metros que pesaba una tonelada, alojado en un tubo de 12 metros de largo. Para llegar al ocular, Herschel tenía que trepar a un andamio que se elevaba a 15 metros. Oliver Wendell Holmes describió el instrumento como "una imponente mezcla de postes inclinados, travesaños, escalas y cuerdas, del medio de la cual un gran tubo... elevaba su poderoso morro desafiante hacia el cielo". En la inauguración, el rey cogió al arzobispo de Canterbury del brazo diciéndole: "Venid, mi lord obispo, os mostraré el camino del cielo".
Con el reflector de 1,22 metros, Herschel descubrió Encelado y Mimas, el sexto y el séptimo satélites de Saturno, pero finalmente, el gran telescopio fue una decepción. Prepararlo para un objeto determinado del cielo era un fatigoso proceso que requería gritar instrucciones a un equipo de trabajadores que permanecían abajo en el andamiaje, y el espejo tendía a deformarse y empañarse con los cambios en la temperatura y la humedad. Herschel pronto volvió a trabajar con telescopios más pequeños que había construido a mano.
Las nebulosas siguieron fascinándole. En 1781 recibió un ejemplar del nuevo catálogo de Charles Messier de esas brillantes islas luminosas; pronto se puso a observarlas halló que "la mayoría de las nebulosas... ceden a la fuerza de mi luz y potencia, y se resolvían en estrellas". Concluyó, prematuramente, que todas las nebulosas sólo eran cúmulos estelares que podían resolverse en sus estrellas constituyentes cuando se empleaban grandes telescopios para observarlas. Su confianza en esta hipótesis de gran alcance pero equivocada fue sacudida por sus posteriores investigaciones de lo que él llamó las nebulosas "planetarias", de las que ahora se sabe que son masas de gas expelidas por estrellas. Cuando Herschel observó nebulosas planetarias en las que la estrella central era demasiado oscura para ser vista, supuso que eran cúmulos estelares globulares. Pero luego, la noche del 13 de noviembre de 1790, dio con una nebulosa planetaria en Taurus con una estrella central claramente visible. Inmediatamente comprendió su significación. "¡Un fenómeno muy singular!, -escribió en su diario-. Una estrella de aproximadamente octava magnitud con una tenue atmósfera luminosa... La estrella está en el centro exacto, y la atmósfera es tan diluida, tenue y homogénea que no es posible suponer que esté formada por estrellas; ni puede haber duda de la conexión entre la atmósfera y la estrella." Llegó a la conclusión de que, a fin de cuentas, algunas nebulosas no están compuestas de estrellas sino de "un fluido brillante" de constitución desconocida. "Quizá se ha conjeturado demasiado apresuradamente que toda nebulosidad lechosa, de las que hay tantas en los cielos, sólo se debe a la luz estelar", escribió, modificando su hipótesis anterior. "¡Qué campo novedoso se abre aquí para nuestras ideas!", exclamó, más deleitado por la variedad del cielo que fastidiado por haberse equivocado.

martes, 18 de diciembre de 2007

William Herschel II

Ferguson había empezado su estudio de la astronomía cuando era un muchacho pastor sin educación y solía echarse de espaldas en los campos de Escocia por la noche y medir los ángulos entre las estrellas con cuentas ensartadas en un hilo. Aprendió solo a leer, llegó a ser profesor y conferenciante de divulgación, escribió dos libros de astronomía que fueron bien recibidos y finalmente fue elegido miembro de la Royal Society. Fue en el libro de Ferguson donde Herschel leyó por primera vez algo sobre las nebulosas. Algunas nebulosas parecían carecer de estrellas. Como escribió Ferguson, "Hay varias pequeñas manchas blancuzcas en los cielos, que aparecen aumentadas y más luminosas cuando se las ve a través de un telescopio, pero en las que no hay estrellas. Una de ellas está en el cinturón de Andrómeda". Otras nebulosas estaban mezcladas con estrellas. "A simple vista parecen estrellas oscuras -escribió Ferguson-, pero en un telescopio aparecen como partes muy iluminadas del cielo; en algunas de ellas hay una estrella, en otras más... La más notable de todas las estrellas nubosas es la que está en medio de la espada de Orión."

En el libro de Smith, Herschel leyó que si bien las estrellas -y, presumiblemente, las nebulosas- están muy distantes, es posible penetrar en los inmensos espacios que habitan mediante grandes telecopios. Pueden verse más estrellas, escribió Smith, "cuando se agranda la apertura para permitir la entrada de más luz". Herschel se tomó muy en serio esta lección. Su vida fue una larga demostración del principio de que los telescopios permiten ver en el espacio y de que, cuanto mayor es le telescopio, tanto más lejos podemos ver.
Herschel empezó comprando un telescopio refractor, pero pronto descubrió, como Newton, que padecía de aberración cromática, es decir, que tendía a introducir falsos colores. Este defecto sería superado con el tiempo con la creación de lentes apocromáticas compuestas, pero en la época en que Herschel decidió dedicarse a la astronomía el único modo de evitarlo en los telescopios refractores era construirlos con longitudes focales muy largas. Esta situación había conducido a los observadores a adoptar actitudes extremas. John Flamsteed montó un refractor de 2,74 metros en el Real Observatorio de Greenwich, y Cassini, en París, estudio Saturno con una serie de telescopios de construcción cada vez más ambiciosa, con longitudes focales de 5,18, 10,36, 30,48 y 41,45 metros. Puesto que era muy difícil construir un tubo rígido de tal longitud, y más difícil aún montarlo con éxito, a menudo se prescindía del tubo, y el objetivo se montaba en el lugar más elevado posible, como el techo de un alto edificio público o, en el caso de James Pound de Inglaterra, sobre un mayo, en Wanstead Park. El observador estaba a varios bloques de distancia, con el ocular en la mano, y observaba la lente distante, esperando los escasos y preciosos momentos en que el planeta Júpiter o la estrella binaria Épsilón de Lira atravesaba su campo visual. Un astrónomo dotado de una gran paciencia podía ocasionalmente hacer observaciones útiles con tal artilugio -en 1722, Bradley logró medir el diámetro angular de Venus usando un refractor sin tubo de 64 metros-, pero para la mayoría tales catalejos alargados eran tan difíciles de manejar que era peor el remedio que la enfermedad. Herschel construyó refractores con longitudes focales de 1,20, 3,65, 4,60 y 9,15 metros, luego los dejó de lado. "Los grandes problemas que ocasionan tubos tan largos, que para mí eran casi imposibles de manejar, me indujeron a dirigir mis pensamientos a los reflectores", escribió. Alquiló un pequeño telescopio reflector del tipo inventado por Newton, y lo halló "tanto más conveniente que mis largos catalejos que pronto resolví intentar yo mismo la construcción de otro".
Esta decisión marcó el comienzo de la astronomía extragaláctica y el fin del ocio de Herschel. Pronto trabajó en todos sus momentos libres, fundiendo espejos metálicos y puliéndolos laboriosamente a fin de darles la forma cóncava necesaria para concentrar la luz en un foco nítido. Su hermana Caroline, que se había unido a él en Inglaterra con la esperanza de cantar con su orquesta, aunque terminaron ambos dedicando sus vidas a la astronomía y convirtiendo su casa en un taller de óptica, lo ayudaba leyendo para él y haciéndoles bocadillos mientras él pulía espejos hasta dieciséis horas seguidas. Con una delicadeza de toque que él atribuía a su aprendizaje de la infancia como violinista, Herschel hacía tubos de telescopio tan elegantes como violonchelos y los coronó con oculares de aumento hechos de granadillo, la madera usada para hacer oboes como el que Herschel tocaba de joven. Menos de diez años después de abrir los primeros libros de astronomía, pudo jactarse confiadamente de que "yo he construido los mejores telescopios que se han hecho nunca".
La habilidad de Herschel como observador era igualmente refinada; sabía usar los telescopios. "En ciertos aspectos, ver es un arte que es necesario aprender", escribió.
He tratado de mejorar los telescopios y practicado continuamente la observación con ellos. Estos instrumentos me han jugado tantas tretas que finalmente he descubierto muchos de sus caprichos y les he obligado a confesarme lo que me habrían ocultado si yo nos los hubiese cortejado con perseverancia y paciencia.

William Herschel I

El hombre importante de esta campaña de observaciones fue William Herschel, el primer astrónomo que llevó a cabo observaciones agudas y sistemáticas del universo más allá del sistema solar, donde está la mayor parte de lo que existe. Herschel nació en Hannover el 15 de noviembre de 1738, hijo de un músico de intelecto activo que enseñó a sus seis hijos a pensar por sí mismos, estimulando acaloradas discusiones en la mesa sobre ciencia y filosofía, y llevándolos al aire libre las noches despejadas para enseñarles las constelaciones. En la guerra de los Siete Años, el joven de dieciocho años Herschel tocaba el oboe en la unidad de su padre, la banda de los Guardias de Hannover. Marte odia la música y la banda era superflua en la batalla. "Nadie tenía tiempo de ocuparse de los músicos", recordaba Herschel a su manera inexpresiva. "No parecían ser deseados." Durante un tiempo deambuló en medio de la matanza en un esto de abstracción como el de Buster Keaton en El general. Luego, un día, cuando las tropas francesas estuvieron a un tiro del fangoso campo donde estaba acampada la banda, el padre de Herschel aconsejó a su hijo que se marchase, y el muchacho, obedeciendo, abandonó la guerra. "A nadie pareció importarle", señaló.

Huyó a Inglaterra, donde el rey era Jorge II, sin intereses políticos pero indiscutiblemente hannoveriano, y allí prosperó. El inglés de Herschel era excelente, y su talante franco y afable. "Tengo la suerte de hacerme de amigos en todas partes", escribió a su familia. Prosiguió su educación leyendo intensamente; muchos años más tarde le contaría a su hijo John que una vez, mientras iba leyendo a caballo, de pronto se encontró de pie en el camino, con el libro firmemente en la mano: el cabo le había tirado en un perfecto salto mortal en el aire. Su mente era suficientemente vigorosa como para impresionar a personas como Hume, pero utilizaba su saber de modo bastante entretenido para prosperar en la sociedad londinense. Su éxito en el campo musical se benefició del precedente de su distinguido compatriota Georg Frederick Händel, y a los treinta años Herschel fue nombrado organista de la capilla de Bath, un distinguido puesto en el que podía esperar permanecer cómodamente por el resto de su vida.

Pero él se sintió insatisfecho. La música no era suficiente; sabía que no era ningún Händel, y no se contentaba con la mera facilidad para ella. "Es una lástima que la música no sea cien veces más difícil como ciencia -escribió- ... Mi amor a la actividad hace absolutamente necesario que esté ocupado, pues el ocio me enferma; me mata no hacer nada."

Halló su plenitud siguiendo el camino de Kepler y Galileo a través del puente que lleva de la música a la astronomía. Como muchos astrónomos aficionados antes y después, empezó leyendo libros de divulgación científica. Le impresionaron particularmente Astronomy Explained Upon Sir Isaac Newton's Principles, de James Ferguson, y A Compleat System os Opticks, de Robert Smith.

lunes, 17 de diciembre de 2007

Johann Heinrich Lambert

Pero el rey Federico dio con la idea de un universo de galaxias por otra vía aún menos verosímil. Su conocimiento de ella empezó una tarde de marzo de 1764, cuando entró en una habitación a oscuras, con casi todas las velas apagadas, para ofrecer una entrevista a un aspirante a la Academia de Ciencias de Berlín, un candidato cuya apariencia y maneras eran tan desconcertantes que los amigos de él que había preparado la reunión temían que Federico nunca le admitiese si podía verle claramente.

El hombre que estaba en la oscuridad era Johann Heinrich Lambert, y sus amigos tenían buenas razones para preocuparse. Su frente era tan alta que la mayor parte de su cara estaba por encima, no por debajo, de las cejas, y se vestía extrañamente, con un frac escarlata, un chaleco turquesa, pantalones negros y calcetines blancos, equipo al que añadía, en ocasiones especiales, una ancha cinta atada en dos lazos, uno que adornaba su coleta y el otro su pecho. Aunque sus ojos eran penetrantes, raramente miraba en forma directa a nadie, prefiriendo en cambio mostrar el perfil. Si alguien trataba de caminar a su alrededor para mirarle de frente, Lambert giraba lentamente sobre sus talones, manteniendo el perfil, como una luna humana.

- ¿Quiere usted hacerme el favor -le dijo Federico al oscuro Lambert- de decirme en qué ciencias está especializado usted?
- En todas ellas -respondió Lambert, dirigiéndose a un punto del espacio situado a noventa grados del rey.
- ¿Es usted también un matemático hábil? -preguntó Federico.
- Sí.
- ¿Qué profesor le enseñó a usted matemáticas?
- Yo mismo.
- ¿Es usted, por lo tanto, otro Pascal? -preguntó Federico refiriéndose al gran matemático del siglo anterior.
- Sí, majestad -respondió la voz desde la oscuridad.

Federico se alejó, pudiendo apenas contener la risa, y dejó la habitación. Esa noche, en la cena, dijo que acababa de conocer al mayor alcornoque del mundo. Pero Lambert, cuando sus amigos trataron de consolarle por el resultado de la entrevista, les aseguró serenamente que obtendría el nombramiento, pues si Federico "no me nombrase, sería un borrón en su propia historia".

Y, en verdad, después de una reseña de sus publicaciones, Lambert fue nombrado miembro de la Academia.

Entre sus obras había una colección de ensayos tituada Cartas cosmológicas, que ese hombre solitario, de aspecto tan estrafalario que los niños lo seguían por las calles como si fuese un faquir en taparrabo, había escrito como una serie de cartas a un amigo imaginario. En ellas, Lambert sostenía que el Sol está en el borde de un sistema de estrellas en forma de disco, la Vía Láctea, y que hay "otras innumerables Vías Lácteas". Señaló que había llegado a esta teoría mientras observaba durante largas horas el cielo nocturno:

Me sentaba junto a la venta y cuando los objetos de la Tierra perdían todo su encanto para llamar mi atención, aún me quedaba el cielo estrellado como el más digno de contemplación de todos los lugares de interés... Levanto vuelo y me elevo por todos los espacios de los cielos. Nunca llego suficientemente lejos, y siempre aumenta mi deseo de ir aún más allá. Con tales pensamientos me presentaba yo a la Vía Láctea... Este arco luminoso que se extiende por todo el firmamento y decora el mundo como un anillo lleno de joyas despertaba en mí asombro y admiración.

Los entusiasmos galácticos de Kant y Lambert contribuyeron a sesibilizar la mente humana a la riqueza potencial y la vastedad del universo. Pero el arrobamiento por sí solo, por muy perspicaz que sea, es, desde luego, un fundamento inadecuado para sustentar una cosmología científica. Determinar si el universo está constituido realmente por galaxias requería hacer un mapa del universo en tres dimensiones, mediante observaciones más exactas, si no menos arrobadoras, que la contemplacion meditativa de Lambert.

Immanuel Kant II

La sinopsis que Kant leyó en el periódico hacía resaltar este último punto -felizmente, la parte más afortunada de la teoría de Wright- y era vaga en lo relativo al resto. Por ello Kant tuvo la impresión errónea de que el universo de Wright consistía en un disco aplanado de estrellas, como una tajada pequeña cortada tangencialmente desde la piel de una naranja. Por eso Kant supuso (como creía que también había supuesto Wright) que las estrellas de la Vía Láctea están dispuestas sobre un volumen de espacio en forma de disco. Tan entusiasmado estaba Kant con esta idea que escribió un libro sobre ella. Formuló su tesis de este modo:

Así como los planetas, en su sistema, están muy aproximadamente en un plano común, las estrellas fijas también están relacionadas en sus posiciones, muy cercanamente, con un plano determinado que debe ser concebido como extendido por todo el cielo, y al estar muy estrechamente juntas en él, presentan esa franja de luz que se llama Vía Láctea. Estoy convencido de que, puesto que esta zona iluminada por innumerables soles tiene casi exactamente la forma de un círculo máximo, nuestro sol debe estar situado muy cerca de este gran plano. Al explorar las causas de esta disposición, he dado con la idea muy probable de que las llamadas estrellas fijas en realidad sean estrellas errantes, que se mueven lentamente, de un orden superior.

A partir de esta precaria base, Kant dio un salto al universo de galaxias. Sabía por lecturas de las observaciones del astrónomo francés Pierre-Louis de Maupertuis que se había encontrado dispersas en el cielo nebulosas elípticas. Una de ellas, la nebulosa de Andrómeda, podía verse a simple vista; otras sólo eran visibles a través del telescopio. Kant comprendió que si el universo estaba compuesto por muchos agregados con forma de discos de estrellas -galaxias, como diríamos hoy-, entonces las nebulosas elípticas podían ser otras galaxias de estrellas como la Vía Láctea. "Llego ahora a esa parte de mi teoría que le da su mayor encanto, por la sublime idea que ofrece del plan de la creación", escribió.
Si un sistema de estrellas fijas que están relacionadas en sus posiciones con respecto al plano común, como hemos descrito que lo está la Vía Láctea, se halla tan alejado de nosotros que las estrellas de las que está formado ya no son distinguibles claramente ni siquiera mediante el telescopio; si su distancia guarda la misma razón a la distancia de las estrellas de la Vía Láctea que la de éstas a la distancia del Sol, en suma, si tal mundo de estrellas fijas es contemplado a tan enorme distancia del ojo del espectador situado fuera de él, entonces este mundo [esto es, la galaxia de la Vía Láctea] aparecerá bajo un pequeño ángulo como una mancha de espacio cuya figura será circular si su plano se presenta directamente al ojo, y elíptica si es vista de lado u oblicuamente. La debilidad de su luz, su figura y el tamaño aparente de su diámetro distinguirán claramente tal fenómeno, cuando se presente, de todas las estrellas vistas aisladamente.
Las nebulosas elípticas, escribió Kant, justamente nos ofrecen tales visiones. Las nebulosas son "sistemas de muchas estrellas" que se hallan a "enormes distancias". Aquí por primera vez se hizo un retrato del universo como formado por galaxias a la deriva en la vastedad del espacio cosmológico.
El libro de Kant, titulado Historia generla de la naturaleza y teoría del cielo, fue publicado -si esta es la palabra apropiada- en 1755, pero su editor inmediatamente quebró, los libros fueron confiscados para pagar sus deudas y el mundo, por consiguiente, oyó hablar poco de la obra. Kant se lo dedicó a Federico el Grande, pero muchos artistas y filósofos más conocidos dedicaban sus obras a este monarca singularmente ilustrado -entre otros, Johann Sebastian Bach había compuesto recientemente su Ofrenda musical en honor a Federico- y el rey nunca vio el libro de Kant.

domingo, 16 de diciembre de 2007

Immanuel Kant I

Se dice que la ciencia avanza sobre dos piernas, una teórica y otra de observación y experimentación. Pero su progreso a menudo es menos un avance decidido que un movimiento vacilante, más similar al camino de un trovador ambulante que a la trayectoria recta de una banda militar en marcha. El desarrollo de la ciencia recibe la influencia de las modas intelectuales, a menudo depende del desarrollo de la tecnología y, en cualquier caso, muy pocas veces puede ser planificado de antemano, pues su destino por lo común se desconoce. En el caso de la exploración del espacio intergaláctico, el primer paso lo dieron teóricos -el filósofo Immanuel Kant y el matemático Johann Lambert-, a los que siguieron las observaciones del presciente astrónomo aficionado William Herschel.

Cuando Kant escribió por primera vez sobre cosmología aún no era Kant, el titán intelectual cuya unificación del empirismo y el racionalismo iba a iluminar y animar la filosofía en todo el mundo. El año fue 1750 y sólo tenía veintiséis años. La muerte de su padre, cuatro años antes, le había obligado a interrumpir sus estudios y trabajaba como profesor privado en Prusia oriental. Había obtenido un título de licenciado (pagándose su educación con las ganancias adquiridas en el billar y las cartas), pero pasaron cinco años más antes de que pudiese recibir su doctorado. Aún no había arruinado su estilo de redacción tratando de satisfacer los requisitos formales establecidos por la facultad de filosofía en la Universidad de Königsberg, donde, a la edad de cuarenta y seis años, finalmente fue nombrado profesor de lógica y metafísica. Era un hombre ingenioso, sociable y atractivo para las mujeres, aunque nunca se decidió a casarse. Persona de hábitos arraigados, hacía una comida al día, siempre con amigos, consultaba cada mañana un barómetro y un termómetro que estaban junto a su cama para saber cómo vestirse y daba su paseo vespertino tan puntualmente que los vecinos ponían literalmente sus relojes en hora cuando aparecía en la calle. Enseñaba matemáticas y física, reverenciaba a Lucrecio y Newton, y leía de todo, desde historia de la teología hasta las tablas actuariales.

Un día Kant leyó en un periódico de Hamburgo una reseña de un libro titulado Una teoría original o nueva hipótesis sobre el universo, de un topógrafo y filósofo de la naturaleza inglés llamado Tomas Wright. Hombre de gran piedad, Wright había aprendido astronomía para apreciar mejor la grandeza de la creación de Dios, y sus libros y conferencias, llenos de lecciones morales y teológicas, eran populares en los círculos de sociedad. En el curso de una variopinta carrera, Wright propuso una serie de modelos del universo, muchos de ellos contradictorios y todos con preocupaciones como la situación del trono de Dios, que él ponía en el centro del cosmos, y del infierno, que él relegaba a las oscuridades exteriores.

Las especulaciones cosmológicas de semejante pensador normalmente no habrían atraído la atención de un Kant, pero el resumen del libro de Wright que Kant leyó deformaba las teorías de Wright y, en el proceso, las mejoraba. El resultado fue una notable contribución del periodismo a la cosmología, la involuntaria promoción de una hipótesis inexistente que Kant convirtió en el primer atisbo que hubo en nuestro mundo del universo de las galaxias.

Wright, siguiendo el mismo camino erróneo que engañó a Platón, Aristóteles, Tolomeo y Copérnico, supuso que el universo es esférico. Pero mientras que sus predecesores copernicanos habían puesto el Sol en el centro del universo, Wright sostuvo que el Sol pertenece a la esfera celeste. Lo que hizo, en verdad, fue revivir la esfera estelar de Aristóteles y Tolomeo, pero con el Sol como una de sus estrellas. El cosmos de Wright estaba vacío, como una naranja sin la pulpa y con el Sol y las otras estrellas en la cáscara. Wright señalaba que la apariencia de la Vía Láctea como una banda de estrellas en el cielo podía explicarse como nuestra visión de este caparazón estrellado dentro de ella. Cuando miramos a lo largo de una línea tangencial a la esfera, vemos muchas estrellas -la Vía Láctea-, y cuando miramos a lo largo del radio de la esfera, vemos relativamente pocas estrellas.

Las nebulosas

Las nebulosas (de la voz latina que significa "borroso") brillantes son manchas difuas de material incandescente que se encuentra disperso entre las estrellas. La mayoría sólo pueden verse con un telescopio. Aunque se asemejan unas a otras superficialmente, las nebulosas brillantes en realidad pueden ser tres clases muy diferentes de objetos. Algunas, mal llamadas "planetarias" porque son de forma esférica y tienen un cierto parecido con los planetas, son masas gaseosas arrojadas por viejas estrellas inestables; una típica nebulosa planetaria tiene alrededor de un año-luz de diámetro de diámetro y un quinto de la masa del Sol. Otras, las nebulosas de emisión y reflexión, son nubes de gas y polvo iluminadas por estrellas cercanas; en muchos casos, estas estrellas se han formado recientemente a partir de la nube circundante. Estas nebulosas miden centenares de años-luz de diámetro y pueden contener una masa de un millón de soles o más. Representan las partes brillantes y condensadas de las nebulosas oscuras aún más grandes que circulan a través de gran parte del disco de la Vía Láctea, aunque esto no se sabía al principio, pues las nebulosas oscuras son poco visibles para llamar la atención por sí mismas. Finalmente están las nebulosas elípticas y espirales. Éstas son galaxias situadas a millones de años-luz de distancia. Una gran galaxia puede medir 100.000 años-luz de diámetro y contener cientos de miles de millones de estrellas.

sábado, 15 de diciembre de 2007

El tránsito de Venus IV

La mejor preparada de las expediciones para la observación de tránsitos, organizada por la Royal Society, partió a bordo del barco de Su Majestad Endeavour de Plymouth el 26 de agosto de 1768, con una delegación de científicos encabezada por Joseph Banks, un acaudalado botánico y futuro presidente de la Royal Society. El Endeavour estaba equipado con cajones llenos de relojes, telescopios y material meteorológico, y de un barril de clavos para comerciar con los tahitianos, que tenían pasión por los objetos metálicos. Estaba al mando el capitán James Cook, un experto navegante, inspector de barcos y matemático que había aprendido tan bien astronomía por sí solo que, observando el eclipse solar de 1766, había podido determinar su longitud en Terranova con un margen de error de dos millas náuticas. Empirista tanto de las ciencias sociales como en las físicas, Cook descubrió experimentando con la dieta que podía evitar el escorbuto alimentando a sus hombres con col fermentada, que astutamente popularizó entre los marineros restringiéndola al principio a la comida de los oficiales. El viaje transcurrió sin incidencias, para lo que era habitual en la época. Los expedicionarios adquirieron 1.365 litros de vino y 450 kilos de cebollas en Madeira, fueron bombardeados en las islas Falklands (Malvinas) por un virrey medio loco para quien el tránsito suponía que "la estrella Polar pasaría por el polo sur", y perdieron cuatro hombres: un marino veterano que se ahogó, un joven marino que se arrojó por la borda por vergüenza después de haber robado una piel de foca y dos sirvientes de Banks que se emborracharon en medio de una tormenta de nieve en Tierra del Fuego y murieron congelados. Después de siete meses y medio, el Endeavour llegó a Tahití, entonces como ahora sinónimo de paraíso.

Cook dictó órdenes estrictas a sus hombres prohibiendo el comercio no autorizado de objetos metálicos con mujeres de Tahití, que adornaban sus muslos con intrincados tatuajes de fechas y estrellas y no veían nada de malo en negociar favores sexuales por uno o dos clavos. Cook recordó con preocupación que la tripulación de un barco que había llegado anteriormente a Tahití, el Dolphin, en su entusiasmo por las muchachas tahitianas, extrajo tantos clavos del barco que casi lo desarmó. Cuando dos de los marineros de Cook desertaron, se casaron con tahitianas y huyeron a las montañas, Cook les obligó a volver y les puso grilletes; era un hombre humanitario, pero quería regresar a Inglaterra. A pesar de sus órdenes, los clavos y otros objetos metálicos siguieron desapareciendo del barco.
Bajo la dirección de Cook y Banks se levantó un observatorio en Tahití en el lugar que se ha conocido desde entonces como Point Venus, y desde allí se observó el tránsito del 3 de junio de 1769 con un despejado cielo azul.

Pero el cálculo del tiempo del tránsito fue difícil. El problema era que Venus tiene una atmósfera densa, que refracta y difunde la luz solar que pasa por ella. Como resultado de ello, el disco del planeta, en vez de presentarse claramente a la visión como el disco de Mercurio, que casi carece de atmósfera, cuando está en tránsito, parece en cambio adherirse al borde del Sol como una gota de lluvia que cuelga de una rama. "Vimos muy claramente una atmósfera o sombra oscura alrededor del cuerpo del planeta que alteraba mucho los tiempos de los contactos", señaló Cook en su diario. Por esta razón, Cook y el astrónomo Charles Green, observando mediante telescopios idénticos, discreparon en sus estimaciones de los tiempos de entrada y salida del disco de Venus en una diferencia tan elevada como veinte segundos.

Pero pese a estas dificultades, los datos reunidos por Cook y las otras expediciones científicas dieron evaluaciones de la distancia de la Tierra al Sol que sólo diferían en un 10 por 100 del valor correcto. Posteriormente, la unidad astronómica fue medida aún más exactamente por científicos que trazaron triángulos imaginarios todavía más refinados a Venus durante sus tránsitos del siglo XIX, a Marte cuando estuvo en oposición en 1877 y a docenas de asteroides cuando estos trozos de rocas antes inútiles pasaban a la deriva cerca de la Tierra.

Se reveló entonces la inmensidad del sistema solar, casi cien veces mayor que el cálculo tolemaico del tamaño de todo el universo, y los científicos pudieron dirigir con seguridad su atención a la profundidad del espacio interestelar y abordar la tarea aún más ambiciosa de medir las distancias de las estrellas.

viernes, 14 de diciembre de 2007

El tránsito de Venus III y Le Gentil

Pero el mundo había cambiado por la época de los tránsitos de Venus de 1761 y 1769. La astronomía se había convertido en una ciencia organizada, practicada por profesionales, patrocinada por sociedades científicas y apoyada por fondos gubernamentales. Finalmente, se pensaba, la ciencia tenía recursos para sondear las dimensiones del sistema solar. Se recordaron los consejos de Halley, y los tránsitos fueron estudiados por decenas de observadores equipados con micrómetros, relojes exactos y telescopios de bronce montados sobre trípodes de madera dura en lugares tan alejados como Siberia, África del Sur, México y el Pacífico Sur.

Y, en cierta medida, los observadores de tránsitos tuvieron éxito, aunque no sin sufrir bastantes tribulaciones como para recordarles que si bien el movimiento de los planetas puede ser sublime, los asuntos de este mundo están sumergidos en el caos. El astrónomo Charles Mason y el topógrafo Jeremiah Dixon, más tarde de la Línea Mason-Dixon, fueron atacados por una fragata francesa cuando se dirigían a África (esto fue durante la guerra de los Siete Años), con el resultado de 11 muertos y 37 heridos; llegaron a Ciudad del Cabo con escolta militar y observaron el tránsito de 1761, para descubrir que había una diferencia de muchos segundos en su estimación del tiempo en el que Venus entró y abandonó el disco del Sol. William Wales calculó el tiempo del tránsito desde la bahía de Hudson, Canadá, después de soportar mosquitos, tábanos y un invierno suficientemente duro para que, como observó con exactitud científica, un cuarto de litro de brandy se convirtiese en hielo en sólo cinco minutos. Jean-Baptiste Chappe d'Auteroche, enviado por la Academia Francesa a las profundidades de Rusia, atravesó el Volga congelado y los bosques siberianos en trineos tirados por caballos, llegó a Tobolsk seis días antes del tránsito, apostó guardias para repeler a muchedumbres coléricas que lo acusaban de causar inundaciones de primavera al obstaculizar el Sol y logró observar el tránsito. Murió ocho años más tarde en la Baja California después de calcular el tiempo del tránsito de 1769, de una epidemia que sólo perdonó a un miembro de su grupo, quien remitió debidamente los datos a París. Alexandre-Gui Pingré fue obstaculizado por la lluvia durante la mayor parte del tránsito en Madagascar, los británicos capturaron su barco y volvió a Lisboa bajo los cañones británicos; humanista tanto como científico, halló consuelo en la reserva de bebidas alcohólicas del barco: "La bebida -escribió- nos da la fuerza necesaria para determinar la distancia... del Sol".

El menos afortunado de todos fue Guillaume le Gentil, quien zarpó de Francia el 26 de marzo de 1760, con el propósito de observar el tránsito, al año siguiente, desde la costa este de la India. Los monzones apartaron el barco de su rumbo, y el día del tránsito se hallaba detenido en medio del océano Índico, incapaz de hacer ninguna observación útil. Decidido a compensar el fracaso de esta expedición observando el segundo tránsito, Le Gentil reservó un pasaje a la India, construyó un observatorio sobre un antiguo polvorín en Pondicherry y esperó. El cielo estuvo maravillosamente despejado durante todo mayo, pero la mañana del tránsito, el 4 de junio, el cielo estuvo nublado, para despejarse luego, cuando el tránsito terminó. Le Gentil escribió:

Estuve más de dos semanas presa del abatimiento y casi no tenía ánimo para coger mi pluma y continuar mi diario; y varias veces cayó de mis manos cuando llegaba el momento de informar a Francia sobre el destino de mis operaciones... Este es el destino que a menudo espera a los astrónomos. Había atravesado más de diez mil leguas; parecía que había cruzado tales grandes extensiones marinas, exiliándome de mi tierra natal, sólo para ser el espectador de una nube fatal que se situaba delante del Sol en el preciso momento de mi observación para quitarme los frutos de mis esfuerzos y mis fatigas.

Le esperaban cosas aún peores. Enfermo de disentería, Le Gentil permaneció en la India otros nueve meses, postrado en cama. Luego reservó un pasaje a su país a bordo de un buque de guerra español que fue desarbolado por un huracán frente al cabo de Buena Esperanza y apartado de su curso al norte de las Azores antes de poder llegar con dificultades al puerto de Cádiz. Le Gentil cruzó los Pirineos y finalmente puso pie en Francia, después de once años, seis meses y trece días de ausencia. A su retorno a París se enteró de que había sido declarado muerto, su patrimonio saqueado y sus restos divididos entre sus herederos y sus acreedores. Renunció a la astronomía, se casó y se retiró para escribir sus memorias. Cassini, encomiando a Le Gentil, elogió su carácter pero admitió que "en sus viajes por mar había adquirido actitudes poco sociables y cierta brusquedad".

El tránsito de Venus II

Las observaciones anteriores de tránsitos habían sido raras y fortuitas. Pierre Gassendi logró en París observar un tránsito de Mercurio en 1631 que Kepler había predicho; golpeó el suelo con los pies para alertar a su joven ayudante a fin de que midiese la altura del Sol, pero el muchacho, cada vez más impaciente después de tres días en espera del gran suceso, había desaparecido. La observación publicada en solitario por Gassendi era inútil para la triangulación, aunque revelaba que el disco de Mercurio era mucho más pequeño de lo que se había pensado: "Apenas pude convencerme de que era Mercurio, tan preocupado estaba por la expectativa de un tamaño mayor", escribió Gassendi. Esto confirmaba la afirmación de Galileo de que el sistema solar era considerablemente más grande de lo que habían calculado Tolomeo y otros geocentristas.
En cuanto a Venus, su tránsito del 6 al 7 de diciembre de 1631 sólo fue visible desde el Nuevo Mundo y no parece haber sido contemplado por ningún ser humano; y el tránsito del 24 de noviembre de 1631 sólo fue observado por dos personas, el astrónomo y clérigo inglés Jeremiah Horrocks y su amigo William Crabtree. A Horrocks se le planteó una situación alarmante, pues era clérigo y el tránsito se produjo un domingo, cuando debía predicar dos sermones. Corrió de la iglesia a su casa, miró por el telescopio a las 3.15 de la tarde y vio Venus, "el objeto de mis más ardientes deseos... cuando acababa de entrar totalmente en el disco del Sol". Venus, como Mercurio, parecía más pequeño de lo que se había predicho -Kepler pensaba que Venus cubriría un cuarto del Sol, lo que era una enorme sobreestimación-; así, contemplar su pequeño tamaño aparente contribuyó a mejorar la evaluación humana de las distancias interplanetarias. Pero Horrocks no tenía modo alguno de medir el diámetro aparente del disco con precisión y, puesto que era un solo observador, no podía triangular Venus aunque hubiese poseído un reloj exacto. Crabtree, por su parte, estaba tan abrumado por la visión de un mundo entero empequeñecido por el Sol que no hizo notas coherentes, llevando a Horricks a quejarse de que "nosotros los astrónomos tenemos cierta... disposición a aturdirnos, deleitados por la luz y circunstancias sin importancia".

El tránsito de Venus I

Pero los astrónomos y geógrafos no tuvieron que esperar tanto tiempo para mejorar sus mediciones del espacio y el tiempo terrestres. Los mapas eran cada vez mejores: aunque los relojes de péndulo no eran fiables en el mar, podían ser sincronizados en tierra, observado los tránsitos y eclipses de los satélites de Júpiter. (Los holandeses habían concedido a Galileo una cadena de oro por proponer esta ingeniosa idea, aunque no pudieron ponerla en práctica a bordo de los barcos, pues todo aumento telescópico suficiente para distinguir las lunes de Júpiter también aumentaba el balanceo del barco demasiado para mantener el planeta a la vista.) En Francia, los cartógrafos dirigidos por Giovanni Cassini y Jean Picard utilizaron el método de Galileo para enjaular el continente en una red de triángulos de agrimensor, elaborando un mapa exacto que permitió a Picard determinar la circunferencia de la Tierra con una diferencia de 201 kilómetros del valor correcto. (El mapa reveló que Francia era más pequeña de lo que se pensaba, lo que hizo decir al Rey Sol que los sabios de la Real Academia de Ciencias le habían costado más territorio que el que había perdido frente a todos los enemigos de Francia en la guerra.)
Equipados con mejores mapas y relojes, los astrónomos trataron de triangular los planetas vecinos Marte y Venus. En 1672, una expedición internacional dirigida por el joven astrónomo francés Jean Richer navegó a Cayena, sobre la costa sudamericana, a 480 kilómetros al norte del Ecuador. Allí observó Marte durante su mayor acercamiento a la Tierra y al mismo tiempo que sus colegas, cuyos relojes estaban sincronizados con el de Richer, observaban el planeta desde su situación en la Academia Francesa. Cassini ordenó los datos y obtuvo para la unidad astronómica un valor de 139 millones de kilómetros, pero considerando las numerosas inexactitudes residuales de los instrumentos, la evaluación de Cassini, como antes la de Huygens, fue considerada solamente como una buena aproximación.

Venus se acerca más a la Tierra que Marte, por lo que parece que debería ser más accesible a la triangulación, pero cuando está más cerca se pierde en el brillo deslumbrante del Sol. Pero dos veces cada mucho tiempo, el pares de sucesos separados por poco más de un siglo, Venus pasa directamente delante del Sol. Durante estos tránsitos, como se los llama, el planeta aparece como un círculo oscuro proyectado contra el resplandeciente disco solar. Edmond Halley, que había observado un tránsito de Mercurio durante su expedición a Santa Elena, comprendió que la distancia a Venus podía determinarse calculando el tiempo en que el planeta aparecía y desaparecía de la faz del Sol. El borde del Sol serviría como un telón de fondo claramente definido, y el planeta como una especie de jalón de topógrafo en el espacio.
Halley sabía que él no viviría para observar un tránsito de Venus. Había habido un par de tránsitos en 1631 y 1639, una generación antes de que él naciera; el par siguiente se produciría en 1761 y 1769, tiempo para el cual habría tenido más de cien años de edad. Por eso, con la insistencia de quien trata de proyectar sus palabras más allá de la tumba, Halley, en un artículo publicado en 1716 ("que, profetizo, será inmortal", escribió) esbozó el procedimiento en beneficio de astrónomos aún no nacidos:
Por lo tanto, recomiendo una y otra vez a los curiosos investigadores de las estrellas a quienes se confíen estas observaciones cuando nuestras vidas hayan llegado a su fin, que, teniendo en cuenta nuestro consejo, se dediquen vigorosamente a efectuar esas observaciones. Y a ellos les deseamos y rogamos que tengan buena suerte, sobre todo que no sean privados de ese codiciado espectáculo por la desgraciada oscuridad de cielos nubosos, y que las inmensidades de las esferas celestes, reducidas a límites más precisos, puedan finalmente contribuir a su gloria y fama eterna.

jueves, 13 de diciembre de 2007

El astrolabio y el problema de la longitud II

Sebastián Caboto, en su lecho de muerte, dijo que Dios le había revelado la respuesta, pero le había hecho jurar que la mantendría en secreto.

Pero el problema de la longitud era obviamente urgente, y no pocos inventores lo abordaron, estimulados por los grandes premios en dinero que ofrecían los gobiernos de los estados marítimos, como España, Portugal, Venecia, Holanda e Inglaterra. El más suculento de esos premios era uno de 20.000 libras que ofrecía la Junta Británica de la Longitud a quien idease un método práctico para determinar la longitud con un margen de medio grado, que es igual a 63 millas náuticas a la latitud de Londres. John Harrison, un carpintero inculto convertido en fabricante de relojes, trató de obtener el premio durante gran parte de su vida laboral. Construyó una serie de relojes de diseño cada vez más sutil y sólido, y sometía a prueba su exactitud observando cada noche la desaparición de determinadas estrellas detrás de la chimenea de un vecino. Su obra maestra, un cronómetro náutico que tardó diecinueve años en construir, fue transportado a Port Royal, Jamaica, a bordo del barco de Su Majestad Deptford en 1761 - 1762; allí fue puesto a prueba mediante observaciones al Sol, y se halló que sólo atrasaba 5,1 segundos en ochenta días, logro que muchos relojes de hoy no podrían igualar. Sin embargo, Harrison necesitó años de presiones para reunir una parte del premio, y nunca consiguió cobrarlo todo. Veinte mil libras era mucho dinero.

miércoles, 12 de diciembre de 2007

El astrolabio y el problema de la longitud I

Afortunadamente para la ciencia, se hicieron rápidos progresos en cartografía y cronometría. Pero el factor principal fue menos la búsqueda del conocimiento puro que la acumulación del botín del imperio. La riqueza del mundo afluyó en el siglo XVIII a Europa en barcos: de sus maderas salía el palisandro indio de las mesas de banquete a las que Newton y Halley eran invitados, las incrustaciones de oro africano de los platos, el pavo con maíz que se servía como plato principal, el chocolate de postre y el tabaco que se fumaba después. Pero la navegación en mar abierto era tan azarosa como incierta, y los marinos que se aventuraban lejos de la vista de tierra siempre tanteaban su camino por lo desconocido con resultados que iban del retraso al desastre. Muchos cargamentos de plata, azúcar o madera dura habían sido transportados a través de los océanos Atlántico o Índico, sólo para estrellarse contra las rocas del cabo de Buena Esperanza. La situación había mejorado poco en el siglo transcurrido desde que el geógrafo Richard Hakluyt escribió de los navegantes que "ninguna categoría de hombres de ninguna profesión del Estado pasa sus años en medio de tan grandes y continuos azares de la vida... De muchos, sólo unos pocos llegan a tener los cabellos grises". La catástrofe definitiva se produjo en 1707, con sir Cloudesley Shovell; cuatro barcos de su flota y dos mil de sus hombres se perdieron en las rocas de las islas Scilly del suroeste de Inglaterra, y esto una noche en que sus navegantes contaban con que la flota estaría en aguas seguras a cientos de kilómetros al oeste. Evidentemente, era menester hacer algo.

El problema se relacionaba con la determinación de la longitud. Era posible desde hacía tiempo que un navegante conociese su latitud -su situación en una dirección norte-sur- midiendo la altura por encima del horizonte de la estrella Polar o del sol de mediodía. El instrumento empleado para este fin era el astrolabio (del griego, "tomar una estrella"), un disco de cobre o estaño, de 12,7 a 17,3 centímetros, provisto de un brazo de observación móvil. A mediodía de cualquier día despejado, a bordo de cualquier barco de línea podía verse a tres oficiales colaborando para enfocar el Sol -uno sostenía el astrolabio, otro lo apuntaba y el tercero leía la elevación-, mientras marineros de cubierta estaban preparados para prestar ayuda al navegante cuando se caía o recuperar el astrolabio si se iba al suelo por la cubierta que se balanceaba. Se había mejorado la eficiencia del astrolabio, gracias a los esfuerzos de Newton, Halley, John Hadley, Thomas Godfrey y otros que hicieron el instrumento menos pesado, reduciéndolo primero a un cuarto de círculo (el "cuadrante") y luego a un sexto (el "sextante"), empleando espejos para plegar su óptica de modo que el obsercador pudiese ver el Sol y el horizonte superpuestos, y agregando filtros y un telescopio para mayor exactitud. Pero aunque estas mejoras ayudaron a los navegantes a refinar sus cálculos de la latitud, no les ayudaron a determinar su longitud, su posición en la dirección este-oeste. En esto la cuestión era tanto de tiempo como de espacio.
A medida que la Tierra gira, las estrellas cruzan el cielo a un ritmo de quince grados por hora. Esto significa que si queremos saber la hora, el cielo nos lo dirá. Pero el conocimiento del tiempo exacto era justamente de lo que carecían los navegantes de la época de Newton. En tierra, se determinaba el tiempo mediante relojes de péndulo, pero los péndulos no funcionan en el mar; el balanceo del barco altera su funcionamiento. Un típico reloj de barco a comienzos del siglo XVIII tenía una exactitud no mayor de cinco a diez minutos por día, que se traducía en un error de cálculo no menor de ochocientos kilómetros en longitud después de sólo diez días en el mar. Era justamente un error semejante lo que había hecho estrellarse a la flota de Cloudesley Shovell contra las rocas de las islas Scilly.
El problema de determinar la longitud en el mar había eludido su solución durante tanto tiempo que muchos lo consideraban insoluble. El matemático del Coloquio de los perros de Cervantes reflexiona disparatadamente:
Veinte años ha que ando tras de hallar el punto fijo, y aquí lo dejo y allí lo tomo, y pareciéndome que ya lo he hallado y que no se me puede escapar en ninguna manera, cuando no me cato, me hallo tan lejos de él que me admiro. Lo mismo me acaece con la cuadratura del círculo.

Adaptar la vista a la oscuridad

Se ve mucho mejor si los ojos están adaptados a la oscuridad y si no interfiere el resplandor emitido por el alumbrado de casas o calles cercanas. Pueden ser necesarios hasta 30 minutos para que se dilaten las pupilas y ocurran los cambios químicos en la retina que permiten ver en la oscuridad.

Para preservar la visión nocturna conviene usar luces débiles de color rojo para leer las cartas estelares o hacer anotaciones. Las mejores linternas comerciales para uso astronómico emplean luces de diodos (LED), pero cualquier linterna de bolsillo puede servir si se cubre la bombilla con celofán rojo.

Conjunciones y eclipses


Los planetas son las "estrellas"errantes del firmamento. Sus movimientos suelen llevar a dos o más de ellos a posiciones aparentes cercanas, o conjunciones, cada pocos meses. A veces también la Luna brilla en las cercanías. El reluciente Venus centelleando junto a la Luna creciente ofrece uno de los mejores panoramas del cielo a simple vista.

El movimiento de la Luna la lleva a pasar en ocasiones delante del disco del Sol y entonces se produce un eclipse solar. A veces se sumerge en la sombra terrestre y da como resultado un eclipse de Luna. Ambos sucesos son los puntos culminantes de la observación astronómica a simple vista.

En la foto vemos tres planetas reunidos juntos a la Luna. El brillante Venus en el centro a la derecha, con Marte en la esquina superior derecha y Júpiter a su izquierda.

Astronomía a simple vista

El primer objetivo de la astronomía a simple vista constituye, a la vez, el paso más importante para explorar los cielos: aprender a identificar la estrellas más brillantes y las constelaciones. Conviene dedicar a ello varias noches despejadas a lo largo del año, con la ayuda de mapas celestes. Las estrellas brillantes servirán de guía para ubicar las constelaciones principales de cada mes. Tras localizar unas pocas constelaciones clave, el resto del cielo encaja de golpe como un rompecabezas gigante.
Los observadores ubicados en latitudes extremas boreales o australes pueden presenciar de vez en cuando el espectáculo de las auroras polares. Estas cortinas ondulantes de luz coloreada se observan mejor a simple vista.
Cuando se aprecia un breve rastro de luz que cruza el cielo nocturno, probablemente se trate de un meteoro, o "estrella fugaz". La Tierra atraviesa en fechas predecibles del año el rastro de polvo dejado por un cometa. Entonces se produce una lluvia de meteoros.
Los meteoros apenas duran segundos, pero si se ve una estrella que se desplaza lenta por firmamento, lo más probable es que se trate de un satélite artificial. Hay centenares de satélites alrededor del planeta. Aparecen durante los crepúsculos, cuando reflejan la luz solar que baña sus órbitas a cientos de kilómetros de altura sobre el suelo. La Estación Espacial Internacional, por ejemplo, puede aparecer más brillante que cualquier estrella natural del cielo, a medida que se mueve lentamente por el firmamento de oeste a este.

lunes, 10 de diciembre de 2007

El tamaño del sistema solar III

El astrónomo inglés Edmund Halley (1656 - 1742), amigo de Newton y más joven que éste, intentó aplicar los cálculos gravitatorios a los cometas, observando que algunos de ellos, muy espectaculares, aparecían en el cielo a intervalos de setenta y cinco o setenta y seis años. En 1704, Halley lanzó la hipótesis de que todos estos cometas eran en realidad un solo cuerpo que se movía alrededor del Sol en una elipse regular, pero tan alargada que la mayor parte de la órbita quedaba a una distancia ingente de la Tierra. Cuando el cometa se encontraba lejos de la Tierra no era visible, pero cada 75 ó 76 años pasaba por la parte de su órbita más cercana al Sol (y a la Tierra) y entonces sí era posible observarlo.

Halley calculó la órbita y predijo que el cometa volvería a ser visible en 1758. Así fue (dieciséis años después de la muerte de este astrónomo), y desde entonces este cometa se llama "cometa Halley". Repasando los archivos históricos se comprueba que hasta la fecha se han registrado 28 apariciones de este cometa, datando la primera de 240 a. C.
En el instante de su máxima aproximación al Sol, el cometa Halley se encuentra a sólo noventa millones de kilómetros aproximadamente de este astro, de suerte que llega a irrumpir en la órbita de Venus; pero en el momento de su máximo alejamiento del Sol, el cometa se halla a unas tres veces y media la de Saturno. En este punto, en el afelio, se encuentra a 5.300 millones de kilómetros del Sol, es decir, bastante más allá de la órbita de Neptuno. Así pues, hacia el año 1760 los astrónomos se había percatado ya de que el sistema solar era mucho más grande de lo que los griegos habían imaginado, sin necesidad de que el descubrimiento de nuevos planetas corroborase este hecho.
Dentro de su especie, el cometa Halley es uno de los más próximos al Sol. Existen algunos cometas cuyas órbitas en torno a este astro son tan alargadas que aquéllos sólo aparecen en el cielo a intervalos de muchos siglos e incluso milenios. Estos cometas llegan a alejarse del Sol no ya miles de millones de kilómetros, sino, con toda probabilidad, cientos de miles de millones. Según una teoría formulada en 1950 por el astrónomo holandés, Jan Hendrik Oort (1900 - 1992) es posible que exista una gran nube de cometas cuyas órbitas se hallen a distancias inmensas del Sol y, por tanto, jamás se hagan visibles.

El tamaño del sistema solar II

Desde los tiempos de Cassini se sabía que el diámetro del sistema solar, desde un extremo al otro de la órbita de Saturno, medía casi tres mil millones de kilómetros. El diámetro de la esfera imaginaria que abarcaba todos los planetas conocidos por los griegos no era cuestión de unos cuantos millones de kilómetros, como se suponía en tiempos de Hiparco, sino de miles de millones.

Pero esta cifra también quedó superada con el paso del tiempo. En 1781, el diámetro de las órbitas planetarias sufrió de golpe un aumento del doble, cuando el astrónomo germano-inglés William Herschel (1738 - 1822) descubrió el planeta Urano. Dicho diámetro volvió a doblarse luego en dos etapas: en 1846, el astrónomo francés Urbain Jean Joseph Leverrier (1811 - 1877) descubría Neptuno, y en 1930 el astrónomo americano Clyde William Tombaugh (1906 - 1997) descubría Plutón.
Teniendo en cuenta que la órbita más externa es la de Plutón, y no la de Saturno, el diámetro del sistema solar no es de tres mil millones de kilómetros, sino de doce mil millones. Un rayo de luz, -capaz de recorrer una distancia igual al perímetro de la Tierra en 1/7 de segundo y de salvar el espacio entre ésta y la Luna en 1 1/4 de segundo- tardaría casi medio día en atravesar el sistema solar. En efecto, el cielo había retrocedido implacablemente desde los tiempos de Grecia.
De hecho no hay ninguna razon para suponer que Plutón constituye la frontera de los dominios del Sol, aunque esto tampoco significa que debamos postular la existencia de planetas aún más lejanos y desconocidos (a pesar de todo, es muy posible que existan algunos muy distantes y de tamaño relativamente pequeño). Se conocen ciertos cuerpos, fácilmente visibles en ocasiones, cuya distancia máxima excede sin duda alguna a la de Plutón.
Este hecho era conocido incluso antes de que el descubrimiento de Urano viniera a dilatar, por así decirlo, las fronteras de la porción estrictamente planetaria del sistema solar. El científico inglés Isaac Newton (1642 - 2727) consiguió formular en 1684 la ley de la gravitación universal. Esta ley explicaba la existencia del modelo kepleriano del sistema solar de un modo matemático directo y permitía calcular la órbita de un cuerpo alrededor del Sol aun en el caso de que aquél sólo fuera visible durante parte de dicha órbita.
Esto, a su vez, hacía posible el estudio de los cometas, cuerpos de luminosidad difusa que aparecían de vez en cuando en el cielo. Durante la antigüedad y los tiempos medievales, los astrónomos habían pensado que los cometas surgían a intervalos irregulares y siguiendo trayectorias que no se sujetaban a ninguna ley natural. Las gentes, por su parte, estaban convencidas de que el único fin de estos cuerpos era el de predecir algún desastre.

El tamaño del sistema solar I

En tiempos recientes se ha descubierto un método de medida más perfecto que el del paralaje. Se trata de una técnica que consiste en emitir al espacio ondas de radio muy cortas ("microondas"), del tipo de las que se utilizan en radar; las ondas rebotan en el planeta -Venus, por ejemplo-, y vuelven a ser captadas y detectadas en la Tierra. Las microondas se desplazan a una velocidad que se conoce con gran exactitud; el lapso del tiempo transcurrido entre la emisión y la recepción también se puede medir con precisión. Así pues, se trata de una técnica que permite determinar, con mayor precisión que por el método del paralaje, la distancia de ida y vuelta recorrida por el haz de microorndas y, a partir de ella, la distancia de Venus en un momento dado.

En 1961 se recibieron microondas reflejadas por Venus. Utilizando los datos recogidos se calculó que la distancia media entre la Tierra y el Sol es de 149.570.000 kilómetros.

Haciendo uso del modelo kepleriano es posible calcular la distancia entre cualquier planeta y el Sol, o bien entre aquellos y la Tierra en un momento determinado. Sin embargo, resulta más convincente especificar la distancia al Sol, pues ésta no varía tanto ni de una forma tan compleja como la distancia a la Tierra.

Existen cuatro maneras de expresar las distancias, todas ellas de interés.

En primer lugar se pueden expresar en millones de millas. Esta unidad es muy corriente en Estados Unidos y en Gran Bretaña para medir grandes distancias.

En segundo lugar, se pueden dar en millones de kilómetros. El kilómetro es la unidad que se emplea corrientemente en los países civilizados (exceptuados los anglosajones) para medir grandes distancias y es utilizada también por los científicos de todo el mundo, incluidos los Estados Unidos y Gran Bretaña. Un kilómetro equivale a 1.093,6 yardas o 0.62137 millas. Equivale por tanto, con una precisión razonable a 5/8 de milla.

En tercer lugar, y con el fin de evitar los millones de millas o de kilómetros, se puede establecer que la distancia media de la Tierra al Sol valga una "unidad astronómica" (U. A. en abreviatura). De este modo, las distancias podrán expresarse en U. A., donde 1 U. A. es igual a 92.950.000 millas o 149.588.000 kilómetros. Para todos los efectos es suficientemente preciso decir 1 U. A. = 150.000.000 de kilómetros.

En cuarto lugar, la distancia se puede expresar en función del tiempo que tarda la luz (o una radiación similar, como las microondas) en recorrerla. La luz se mueve, en el vacío, a una velocidad de 299.792,5 kilómetros por segundo, valor que se puede redonder hasta 300.000 kilómetros por segundo sin que se cometa un error excesivo. Esta velocidad equivale a 186.282 millas por segundo.

Por consiguiente, podemos definir una distancia de aproximadamente 300.000 kilómetros como "1 segundo-luz" (la distancia recorrida por la luz en un segundo). Sesenta veces esa cantidad, o bien 18.000.000 de kilómetros es "1 minuto-luz" y sesenta veces ésta, o sea 1.080.000.000 kilómetros, es "1 hora-luz". El error que se comete tomando una hora-luz igual a mil millones de kilómetros no es demasiado grande.